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Mil y una ensaladas

Ensalada de apio y zanahoria
 
Ensalada de apio y zanahoria
Diario El Comercio año 1998.
 

Es un hecho irrefutable, que a través de las ensaladas se puede saber el momento anímico y social de todo un pueblo, y aunque ningún afamado escritor gastronómico lo haya dicho, la frase: «Dime que ensaladas preparan en un país, y te diré como es», resulta un auténtico axioma que los sociológos y etnógrafos deberían recordar.

España, país que nunca fue invadido por los moros, sino liberado de los bárbaros, tuvo su primera cultura ensaladera mediante el imperio romano, señores que, obviamente, tampoco nos invadieron, sino que nos urbanizaron.

Pero la más rica, sublime, variada. sofisticada y hasta lujuriosa, fue la que nos llegó desde Bagdad, en la lejana Persia, junto a las primeras ediciones de Las Mil y Una Noches.

Durante ocho siglos España comió las mas voluptuosas ensaladas, y precísamente, cuando el genial Cristobal Colón emprendió su largo viaje en busca de nuevos ingredientes para enriquecer estas (tomates, maíz, patatas, aguacates, etcétera), el Clero se hizo con el poder, y de un plumazo borró todo vestigio de placer sensual de nuestras mesas, condenando irremisiblemente las ensaladas al más profundo y tenebroso ostracismo.

Y es que a España, la auténtica Edad Media, le llegó en el siglo XVI, porque mientras en Francia, Italia o Inglaterra, el Renacimiento alegraba los palacios y casas burguesas, la piel de toro se secaba al fuego de las hogeras que prendía la Santa Inquisición.

Ya nunca más las mesas ibéricas volverían a lucir sus multicolores galas, ya ningún buen crstiano viejo volvería a ser tentado por aquellas tendenciosas ensaladas multiformes.

Lechuga y cebolla, que con pan mantienen, y sin él, sostienen.

Al olvido fueron a parar aquellos crujientes alfóncigos que enriquecían los platos de entrante, las sabrosas mojamas de almadraba que les conferían rango de festín, las perfumadas mezclas de especias frescas que aturdían a los comensales a su paso, y miles y miles de productos que como el jengibre, con su peculiar y desenfadado picante, alegraban las mesas de los ya de por sí alborozados españolitos medievales.

Si Boabdil se hubiese imaginado los tomates que Colón iba a traer del otro lado del charco, seguramente nunca hubiera rendido Granada.

Y no digamos ya su madre, la sultana Aixa, que además de excelente cocinera, era una señora de armas tomar, ya que aún sin haber probado las patatas fritas, le espetó al memo de su hijo aquello de «Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre. Imbécil.».

Y aunque no lo recoja la historia, estoy seguro que cuando le sirvieron, ya en el exilio de Fez, claro, su primera ensalada de pimientos asados, con su aceitito, su comino, y todo, ese día le metió una paliza, que lo dejó temblando para toda una semana.

Así, mientras Leonardo da Vinci hacía los primeros experimentos con los productos llegados de ultramar en su taberna de Los Tres Caracoles para complacer a su señor Ludovico Sforza, «el Moro» (no vienen reflejados en el Codex Romannoff, pero sé de buena tinta que así fue), el Cardenal Cisneros dictaba las pautas de miseria culinaria que arruinaron este país hasta la desamortización de Mendizabal, y hasta aún después, ya que no volvieron a florecer nuestras ensaladas, hasta a la muerte del Caudillo.

¡Vivan las Mil y Una Ensaladas!

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Escrito por el (actualizado: 13/08/2015)