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Gastronómos, gastrósofos, gastrólogos y gastrópodos

 
Diario El Comercio año 2.000.

En uno de los muchos foros de debate gastronómico que se reunen actualmente en Asturias (es un tema sobre el que habrá que profundizar porque podemos estar viviendo, sin saberlo, un momento histórico), se planteó la necesidad de llegar a la autocrítica, medida higienica de lo mas saludable y que además da pruebas de notable madurez.

Evidentemente hubo alguno que quiso plantear el estudio desde estructuras filosóficas y hasta inició su discurso citando el hecho de que ya en 1529 en el libro de cocina de Ruperto de Nola ... Afortunadamente se atragantó y salvo los ruidos de algún estertor, ya no dió mas la lata.

En primer lugar cabe preguntarse para qué servimos, si es que servimos para algo, los criticos gastronómicos. Evidentemente la cuestión se soslayó rápidamente argumentando que menos servían los políticos y encima ganaban mucho mas, con lo que quedó patente la imprescindibilidad de nuestra existencia en toda sociedad avanzada que pretendiese cimentar su nivel de autoestima sociocultural.

Hubo otro colega que como siempre llevó la contraria y dijo no estar de acuerdo con aquel argumento, pero después de asestarle un certero garrotazo en un parietal y como está calvo, el efecto fue fulminante y ya quedó convencido para toda la tarde.

Reducido el grupo, después del estacazo hubo otros dos que recordaron que tenían tareas urgentes que hacer en ese momento, se abordó el espinoso tema de cuales eran nuestras funciones y hasta donde debían llegar las atribuciones.

Evidentemente en cualquier profesión en que se ejerce la tarea de analista-consultor, se presupone un elevado nivel de conocimientos, inusual, por no decir inalcanzable, en el resto de la sociedad, lo que confiere al criterio del experto una presunción de objetividad y consecuentemente da como resultado un consejo o información, descontaminado de presunciones.

Y ahí la cosa se complica.

¿No estamos acaso ya saliendonos de madre y rizando el rizo hasta el extremo de vivir un microcosmos propio, que empieza a ser ajeno a las percepciones del ciudadano?

Pongo un ejemplo: ¿valen lo que cuestan esos tintos de alta expresión de a 20.000, 40.000 o 70.000 pesetas/botella?

Bien, en primer lugar si la gente lo paga, sí lo valen.

Segundo, en las catas ciegas, que es donde se desnudan de verdad los vinos, estos ganan con rotundidad, así que valen.

Y tercero, es un hecho demostrable que con ellos las bodegas solo ganan prestigio, no dinero, porque sus costes de elaboración son desproporcionados.

Pero si planteamos la pregunta de esta otra forma: ¿merece la pena pagar diez mil duros por una botella de vino que encima está bravío y sin pulir?

Pues obviamente no, porque salvo en una prueba comparativa, esa misma calidad se puede encontrar en otro que apenas llegue a las tres mil. Sobre todo si se va tomar comiendo, que es lo mas lógico.

Y así sucede con todo.

¿Porqué no vamos a disfrutar de un buen vinillo de cosechero, bien fresquito y con gaseosa?

¡Pero si está riquísimo!

¿Y qué me dicen de un pollo al ajillo, aunque sea de granja, mojando pan en el aceitillo?

Pero si al final de lo que se trata es de pasarlo bien y de gozar con los sentidos.

Lo que ocurre es que en este mundo también hay mucho tuercebotas que no conoció el foie hasta ayer, y para darse pote tiene que repetir en Oviedo el último esnobismo de moda oido el sábado en Recoletos. ¡Mon dieu!

Si el tema les apasiona, pueden seguir leyendo estupideces en “Edad gastronómica

 

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Escrito por el (actualizado: 12/09/2010)