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Anguilas ¡Qué ricas!

Anguilas fritas con ajitos
 
Anguilas fritas con ajitos

Junio 2005

He llegado al convencimiento de que me estoy volviendo viejo, carca y reaccionario, porque cada vez soporto menos las sandeces de esos supuestos autores culinarios que han cambiado los fogones por los platós de TV, y cada día respeto y admiro más la buena cocina española, sea de la región que fuese, pero la auténtica, la aparentemente más simple y que cuando queremos realizarla, vemos que es la más sofisticada, porque para conseguir una de estas anguilas, hay que buscar a un pescador de l’Albufera que acceda a vendértelas, lo cual no es nada fácil.

La noche anterior nos habíamos puesto ciegos en el Nou Manolín de Alicante.
Solo pretendíamos tomar unas cervecitas, pero había un camarero que nos tenía fascinados porque hacía alta hostelería en barra, algo inaudito, y que de paso nos animó a pedir una ración tras otra, hasta que el picoteo se puso en 150€, una broma.
Aún así, Antón, el pagano, dijo que estaba encantado porque hacía años que no disfrutaba tanto viendo a un profesional con tanta clase, y bueno, porque lo que picamos fue un verdadero festival.
No hubo foies, espumas, ni crujientes, salvo unas tostaditas de pamboli (en realidad era Pa amb tomaca, pero le llamaban así y lo doy por bueno porque estaban divinas), de las que repetimos unas siete veces.
El jamón de Joselito, divino como siempre, la mojama, en su punto de curación y perfume, las gambas rayadas y las cigalas, pues qué les voy a contar, los sesitos a la romana, una golosina (me los comí yo solo porque a Ramón no le gustan ya Antón solo come chicha) y el arroz con cocochas y habas, perfecto.
Nada nuevo, todo evidente, hasta un especulador en ladrillos habría sido capaz de gozar con lo mismo, pero salimos más felices que verderones, hasta el que pagó la dolorosa.
Pero es que este día, haciendo tiempo para coger el maldito avión (casi nos quedamos en tierra porque dijeron que se había averiado), dimos una vuelta en barca por la Albufera y allí vimos a un pescador sacando anguilas con las mismas nasas que usara Paloma, el personaje de Blasco Ibáñez en su inolvidable novela Cañas y barro.
Preguntamos al barquero donde se podían comer aquellas joyas (son mi mayor golosina) y nos recomendó sin vacilar el Casa Carmina de El Saler.
Antes, como era pronto, hicimos un aperitivo en la playa, en La Dehesa de Joaquín Castelló, con unas clóchinas (así se llaman a los mejillones de la bahía, que son más pequeños que los gallegos, pero muy sabrosos, sobre todo preparados así, al vapor con una pizca de aceite y unos taquitos de limón) y unas coquinas.
Simple, sin misterios, pero inolvidables.
De hecho estuvimos tentados de quedarnos allí, viendo las olas y siguiendo con el repaso a la carta.
Pero no, tuvimos fuerza de voluntad y levantamos el culo para ir hasta el pueblo.
De aperitivo no nos pusieron ese original vasito de guiso deconstruido con que te sorprenden todos los nuevos demiurgos, ni ese pastel de cabracho con culis de albariño especialidad de cada casa.
No, nos pusieron un cuenquito de chips recién hechas en casa con un pequeño bol de pulpa de tomate aliñado. No hizo falta que los lavasen porque quedaron esterilizados de tanto rebañar y no nos comimos la cerámica porque en apenas unos minutos llegó la comida: una especie de escalibada (Espencat de bacalao con pimientos y mahonesa de berenjenas), un plato de mojama con tomate (maduro y peladito, divino) y las anguilas crujientes con ajillo que ven en la foto. ¡Y no nos cambiaron los platos!
Qué gusto, poder comer como personas, sin tener que sufrir uno de esos malditos desfiles de vajillas con que los nuevos hosteleros pretenden deslumbrarnos y que no consiguen otra cosa que prolongar la agonía del hambre durante horas.
Luego sí, porque el Al y pebre lleva salsa y no queda bien, o sea que el servicio impecable, eficiente, educado, bien formado incluso en vinos, discreto y hasta simpático.
Mucho filosofamos mi querido amigo Antón y yo en aquella comida. Cuantas cosas deliciosas tiene nuestra gastronomía. Qué bien harían nuestros jóvenes cocineros en aprender a perfeccionar lo que su tierra y su tradición les ha dado (echen un vistazo a Rocambole en la cocina, les divertirá).
En esta discreta casa de comidas disfrutamos más que en esos tres estrellas a los que tenemos que acudir cada dos por tres por obligación.
No lo había incluido en mi guía de Golf y gastronomía porque cuando pasé por El Saler estaba cerrado, pero en la próxima edición sí estará, junto con aquel otro maravilloso Mas Pou de Palau Sator (Gerona), La Malvasía de Palma de Mallorca, o el tronchante El Abasto de La Aparecida (Cartagena).
Todos sin estrellas, claro, ni tan siquiera mencionados en esas supuestamente prestigiosas guías que tanto dan que hablar y que tanto desean los coleccionistas de trofeos. Eso sí, los clientes no suelen tan imbéciles como los críticos pensamos y cualquiera de estos locales, está hasta la bandera a diario.
Algo tendrá el agua cuando la bendicen y algo más la buena cocina, que no necesita ni bendiciones.
Escrito por el (actualizado: 03/11/2013)