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Sardinas por San Juan

Sardinas en espetones
 
Sardinas en espetones

Diario El Comercio año 1996
 

La noche de San Juan está llena de magia, de embrujo, de fuerzas ocultas que salen de lo más hondo de la tierra para recordarnos a los humanos que debajo del asfalto o de la alfombrilla del coche, hay algo latiendo, un invisible centro de poder que maneja a su antojo nuestros cuerpos y al que de vez en cuando hay que tener en cuenta, aunque solo sea para que nos recargue las pilas.

Es una noche encantada, llena de optimismo y bienestar, porque hasta las xanas se dejan ver ese día sin que el incauto que se acerque a sus fuentes sucumba fatalmente ante su belleza.
Todas las religiones precristianas y paganas celebraron, y aun lo hacen, el solsticio de verano, el día más largo, la fecha en que el astro todopoderoso brilla por más tiempo en el cielo y buena muestra es que incluso en los países cristianos, esa noche los campos se llenan de hogueras que invocan al dios sol para que haga fructificar las cosechas.
Y, entre tanta actividad esotérica, aparece nuestra humilde sardina, vilipendiada y calumniada por tantos gastrónomos como ensalzada por otros.
¿Que tendrá este plateado animalito para levantar tan enconadas polémicas?
El propio Néstor Luján afirmaba que “La sardina es de los pescados que más se presta a discusión” y mientras él se confiesa detractor, Cunqueiro, Muro o Picadillo afirman que es uno de los manjares más suculentos que nos entrega el mar.
Pero quizás la clave esté en su protocolo.
Cada comida debe rodearse de su propia parafernalia y del mismo modo que para comer unos cangrejos de río en salsa hay ponerse babero, para comer sardinas hay que estar dispuesto a “engorrinarse” hasta las cejas.
Julio Camba decía: “Las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas, ya no podrán respetarse nunca mutuamente” y hasta afirmaba: “...sería capaz de fugarme un día con los fondos confiados a mi custodia nada más que para irme a un puerto y atracarme de sardinas”.
Y es que las sardinas tienen una magia propia, un primitivo magnetismo que nos atrae y despierta los más ancestrales instintos depredadores, incitándonos a devorarlas entre ascuas y humo, entre carcajadas, vino barato y grasa escurriendo hasta los codos.
Comer sardinas con un cubierto de plata es una blasfemia gastronómica y una horterada.
Por mucho que lo intente, yo no me imagino a un gentelman vestido de smoking y comiéndose un espetón de sardinas.
Una sardinada pide pantalones de mahón, zapatillas de suela de esparto y camiseta de tirantes, para que así cuando se nos caiga el vaso de las manos podamos lanzar un juramento sin desentonar con el vestuario.
Se pueden comer en la playa, en el campo o en el muelle de Ribadesella, pero nunca en un elegante comedor de Oviedo.
Para comer sardina hay alejarse de casa y no dejarse ver por ese vecino tan cursi que siempre nos recuerda que no acudimos a la última junta de la comunidad de propietarios, por eso Camba nos aconsejaba: “cuando usted, querido lector, quiera organizar una sardinada, procure elegir bien sus complices”.
Por eso yo creo que la noche de San Juan es noche de sardinas, noche de bullicio, de juerga pagana, de vituperio, de lanzar las campanas al vuelo aunque el párroco nos acuse volterianos y nos jure excomunión.
Nuestras manos apestarán a grasa rancia y a pescaduzo durante dos días, la ropa deberá pasar tres o cuatro veces por la lavadora y la resaca será tan asquerosa que quizás hasta el próximo San Juan no queramos saber nada de sardinas, por eso mientras dure la noche hay que aprovecharla a tope.

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Escrito por el (actualizado: 25/06/2015)