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Albóndigas y hamburguesas

Filetes rusos
 
Filetes rusos
Filetes rusos
Diario El Comercio año 1997.

Hace muchos años, cuando en España salir a viajar por el extranjero era un esnobismo y hablar de democracia un riesgo estúpido, mi padre nos llevó a recorrer los Estados Unidos en coche de Norte a Sur, desde las cataratas de Niagara hasta los cayos de Miami, y yo que ya de aquellas era bastante rompehuevos, lo primero que hice al llegar a los muelles de Nueva York fue pedir una hamburguesa.

Mi madre, que fue una de las mejores cocineras que ha tenido este santo país, cuando la probó hizo una mueca de indiferencia y comentó: “Están mucho mas ricas las albóndigas que ponemos en el Horno” (se refería su restaurante, el Horno de Santa Teresa).
En aquel momento estuve apunto de estrangularla porque para mí aquello representaba América, el Surf, the Doors, el proyecto Apolo, las maquetas Revell, los Levi Strauss, Indianapolis, Steve Mc Quinn, Harley Davison, Einstein, el Universo ...

Sin embargo el otro día, al entrar en Mc Donnalds y ver una tabla que indica los porcentajes exactos de proteinas, hidratos de carbono, lípidos, fibra y acidos grasos polisaturados que contiene cada Whopper, comprendí que aquellos bocadillos que tanto me fascinaban cuando era “teenager”, en realidad estaban mucho mas cerca de las alimentos sintéticos que comen los astronautas, que de los productos que debe ingerir un animal terrestre, como al fin y al cabo es el hombre.

La gran diferencia entre una albóndiga y una hamburguesa está en el misterio, en la magia, en el embrujAlbóndigaso, en la confianza o recelo que sienta el comensal frente a quien la cocinó.
Desde mi mas tierna infancia ví como mi madre preparaba las albóndigas con absoluta asepsia, con la mejor carne de la nevera, con todo su cariño, y por eso no le daba la menor importancia cuando algún cliente me decía: “Ponme unas pelotillas de esas de carne, que están muy ricas”. 

En la España de los sesenta pedir albondigas en un local público era la mayor pureba de confianza que ningún cliente pudiese mostrar.
Era como comer en el suelo para demostrar lo que confiaba en la limpieza de la anfitriona.
Aquellos temibles filetes rusos que no se ponían ni en la mili porque los veteranos podían estrellarlos contra el techo del comedor, eran una auténtica prueba de fuego para los comensales desconfiados.
Fue precísamente allí, en la mili, cuando comprendí que los escrúpulos hacia las albóndigas tienen un origen psicoanalítico, absolutamente froidiano, ya queAlbóndigas provienen de una desconfianza en la limpieza y honradez de sus respectaivas madres.
Nadie que haya visto hacer albondigas con el cariño que las hacía mi madre puede llegar a imaginarse las porquerías que algunos escépticos puden llegar a imaginar.
Ahí radica su magia.
Y también la diferencia sustancial con las hamburguesas americanas.

Es como con ese invento macabro de surimi que llaman La Gula del Norte, y las auténticas angulas. En realidad las dos son igual de insípidas y suelen manchar con la misma alevosía las corbatas de aceite, la diferencia es que las primeras son artificiales, asépticas, perfectas, mientras que las segundas, en sus ojillos tienen la misteriosa vivencia de haber cruzado el Atlántico a nado. Cientos de días de esfuerzo, de temporales, de agresiones, de lucha por la vida, y todo para terminar en una cazuelita de barro llena de ajos y aceite.
Con las albondigas sucede lo mismo.
¿Que habrá dentro de esas bolitas de perfumado aroma a ternera?
Pedir unas albondigas en un bar es como decirle a la cocinera: “Señora, confío en usted como si fuese mi madre, mi amada novía (de las esposas ya se debe desconfiar), mi alma de niño”.
Sin embargo llegar a una fría caja de hamburguesería solo supone que ese día no has tenido tiempo de ir al super y tienes que llenar la panza con un aséptico bocadillo dulcesalado, con total garantía higienicosanitaria.

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Escrito por el (actualizado: 27/07/2014)