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Del gazpacho al Cielo

Gazpacho
 
Gazpacho
Publicado en revista Viandar, año 2001.
 

Septiembre es uno de los meses preferidos por los amantes de la buena mesa, sobre todo por aquellos desahuciados de la gota para quienes los fríos meses invernales, con sus deliciosos mariscos y potentes matanzas, ya no significan otra cosa que un recuerdo nostálgico de un pasado que no sabría decir si fue mejor, pero desde luego sí mas glotón.

En septiembre, cuando los niños ya han vuelto a sus centros penitenciarios y los veraneantes han desaparecido de nuestros verdes campos y blancas playas, los que disfrutamos del privilegio de vivir en el Cantábrico, esponjamos, resucitamos, volvemos a sonreir y a salir a la calle sin miedo a ser agredidos por cualquiera de esos feroces turistas, capaces de arrancarte una oreja para llevársela de recuerdo a su pisito de Tarrasa o a su adosado de Majadahonda.

Y es en estos días cuando Asturias se muestra con todo su esplendor. Aires limpios, luces doradas que barnizan los pueblos con una dulzura que invita a la poesía, al amor, al gazpacho y a tantas y tantas cosas maravillosas como tiene este mundo.

  • «Oiga, interviene un lector con aspecto de beduino perdido, pero si el gazpacho es un plato mediterráneo ¿porqué habla de usted de él en Asturias?»

Pues verán, lo cierto es que no es oro todo todo lo que reluce y desde que una señora, o señorita (no tengo el gusto de conocerla), llamada Conchi Álvarez Sagastibelza, vasca ella para mas señas, reivindicaba en un libro el abertzalismo de la cocina mediterránea, pues ver quién el guapo que me discute que Asturias no puede una de las patrias del gazpacho.
Sobre todo desde que, con el cambio del milenio, todo lo que antes era malo ahora se ha vuelto bueno: el aceite, el vino, el jamón, el bonito, las sardinas, el salmón ahumado, hasta los masones, que éramos tratados como secta satánica y ya nos consideran casi beatos.

Bueno, pues a lo que íbamos, afirmo categóricamente que el gazpacho asturiano es, por méritos propios, uno de los platos nacionales de mayor prestigio mundial.
Tiene un pequeño defecto, no vamos a ser perfectos, y es que a mis paisanos no les gusta el pepino (a mí me encanta, pero es que yo tengo cruce de razas mora y pasiega).

Del aceite, da igual que sea de Baena, Jerte, o Siurana, aquí no hay xenofobias, pero eso sí, virgen extra y de primera prensa en frío, porque en Asturias nunca hubo olivos, pero con el cambio de siglo, ya que le damos cancha en nuestra cocina, al menos pidamos que sea del mejor.
Usando esos retorcidos y perfumados tomates de Somió, los lujuriosos pimientos de Cardes que cada domingo bajan las paisanas al mercado de Cangas de Onís, las jugosas cebollas de la rasa de Luarca y sus dulces ajos, ese pícaro puntín que pica en la nariz del vinagre de sidra y, por supuesto, un buen aceite de oliva virgen de las colonias (ya saben aquel dicho de la Reconquista que proclama que nuestra tierra es España y el resto territorio ganado al Sarraceno), el gazpacho asturiano se convierte en una orgía de aromas y sabores a huerta, a buena cocina, a salud.
¡Qué gazpacho!
Si la pobre Santina lo hubiese probado, seguro que hubiera detenido la batalla de Covadonga.

  • «¡Al-qama y Pelayín!, les hubiera gritado, dejai de peleavos y tomai una tacina de este gazpachu que sabe a Gloria bendita», pero claro, como todavía Colón no había traído los pimientos del caribe ni Hernán Cortés los tomates de México, pues se enzarzaron como animales y estuvieron tirándose los trastos a la cabeza durante casi ocho siglos ¡qué cansancio de guerra!

De aquella los gazpachos se hacían de otra guisa porque esta manera de cocinar nos viene de lejos, de los portugueses, dicen los eruditos, no sé yo qué pensar, pero lo cierto es que sin tomate ni pimiento, el gazpacho no es lo mismo.
No entro en rebuscadas pedanterías sobre las distintas formas en que se muestra este plato, salmorejos, ajo blanco, zoque, etcétera, pero sí creo oportuno que el gobierno de la Nación diseñe una campaña informativa a nivel mundial para que el resto de la Humanidad sepa que existe algo tan maravilloso como es nuestro gazpacho.
Ya lo dijo a principios del siglo pasado (no olviden que ya estamos en el XXI), nuestro insigne endocrino el doctor Gregorio Marañón: “... el gazpacho, sapientísima combinación de todos los simples alimentos fundamentales para una buena nutrición que, muchos siglos después, nos revelaría la ciencia de las vitaminas... Las gentes doctas de hace unos decenios maravillábanse de que con un plato tan liviano pudieran los segadores afanarse durante tantas horas de trabajo al sol canicular. Ignoraban que el instinto popular se había adelantado en muchas centurias a los profesores de dietética ...”
También hace mención a ello la Carta de los Derechos Humanos: «Todos los hombres y mujeres del mundo, sea cual fuere su tribu, raza, país, religión, o ideas políticas, tienen derecho a la Buena Vida, a la Gloria, o sea, a comer gazpacho, a ser posible asturiano» (esta última coletilla la ha puesto un servidor de ustedes, pero casi no se nota).
Es inmoral, indecente, injusto, hasta poco cristiano, que aun queden civilizaciones primitivas, como los vikingos que van a tomar el sol a Canarias, que no conozcan el gazpacho.
Hace algunos meses, en una bulliciosa terraza de la tinerfeña Costa Adeje, fuí testigo de una deplorable y lastimosa escena.
Un matrimonio de cerditos, con cochinillo rubito incluido, pidieron de comer. Lo clásico, lo autóctono, lo que a ellos les va: espaghetti, pizza, fish & chips, etcétera. Y gazpacho.
Cuando llegó la bermeja sopa y el gañán teutón la probó, empezó a emitir unos sonidos inteligibles, debía ser escandinavo o algo así, pero subidos de tono, como si algo le hubiese ofendido.
Con gesto enérgico llamó a un pobre camarerito de origen quechua que andaba por allí ganándose la vida sirviendo mesas y vendiendo coca y le gritó: «¡Hot, hot!».
El indiecito salió corriendo y le trajo salsa Tabasco pensando que el garañón albino quería poner picante en su sopa. En cierto modo era lo mas próximo que podía asociar entre su cultura andina y nuestra cocina mediterránea.
Entonces aquel mastodonte subió aun mas el nivel de sus berridos: «¡Hot, hot!», vociferaba.
Por fin el aterrorizado inmigrante ilegal comprendió que el nibelungo debía protestar porque el gazpacho no estaba lo suficientemente frío y para comprobar la temperatura metió un dedo en el tazón y le dió la razón al cliente: «No se preocupe, ahora mismito le pongo un poco de hielo».
El guiri quedó algo mas tranquilo pensado que ya se había solucionado el entuerto, pero cuando vió de nuevo aparecer al mozo sonriente, trayendo su sopa On the rocks, entonces ya organizó la de San Quintín.
Tuvo que intervenir la fuerza pública. Acudieron los defensores de los derechos del Indio, un delegado de Moctezuma, los zapadores de Infantería que estaban de maniobras por la playa de Las Américas y por fin el dueño del chiringuito, por cuyo aspecto rubicundo, deduje que debía pertenecer a la misma étnia que el indignado turista. Por fin se aclaró la conclusión: ¡aquel energúmeno pensaba que el gazpacho era una sopa caliente y protestaba porque se la habían servido sin pasar por el microondas!
Qué verguenza, qué humillación, qué drama mas patético. Y yo allí en primera fila, rumiando desde que empezó el conflicto un trozo de indestructible rosbif que sin duda hubiera hecho feliz a cualquiera de aquellos prusianos.
Lo dicho, creo que ya es tiempo de que nuestros políticos lleguen a un consenso, que el SOMA-UGT y el gobierno de Tini Areces se pongan de acuerdo para ir de la mano a ver a Álvarez Cascos para conseguir fondos estructurales con los que divulgar por toda la Tierra la grandiosidad del gazpacho asturiano, del qué como hubiera querido decir nuestra Virgen piquiñina y galana, es el verdadero pórtico del Cielo.

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Escrito por el (actualizado: 12/08/2015)