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¿Quién mató a los grandes Chefs?

 
Publicado en revista Viandar, año 2000.

Cenando hace unos días en el delicioso comedor de El Cabroncín, al terminar la degustación y, como corresponde a todo buen anfitrión, Pedro Martino, cocinero-propietario de este coqueto rincón, salió para interesarse por su obra. Cuando escuchados halagos y criticas se retiró de nuevo a sus fogones, un contertulio comentó: «Hay ver lo delgadito que está este chico. Mas que un cocinero parece un modelo de Versace».

Súbitamente sentí un escalofrío. Por mi cabeza pasaron las caras y cuerpos de todos los cocineros de moda con que Mikel Alonso nos ilustra cada mes la sección Recetas de esta publicación, las de los ocho grandes Gault Millau, las de los Bocuse d’Or, en definitiva las imágenes de los virtuosos maestros de esa fascinante llamada cocina de autor, los que acaparan todas las medallas y premios, y todos están flaquitos, incluso muchos de ellos casi desnutridos.

¿Qué ha ocurrido con los grandes chefs?
¿Quién los ha matado? y no me refiero a Robert Morley.

Antes los buenos jefes de cocina eran señores grandes, fuertes, que se movían con la elegante parsimonia que da la experiencia de haberlo vivido todo, de haber pasado por todas las partidas, desde limpiar el pescado hasta llegar a salsero, lo cual es toda una vida.
Recuerdo a Martín, el jefe de cocina del restaurante de mi hermano, un hombretón grande como un oso, bonachón, de dulce sonrisa, que cuando pasaba cerca te dejaba en sombra, y cuya mayor afición era tallar rosas y tulipanes en zanahorias y remolachas. Luego, tras cumplir su cometido estético en la fuente de ensaladilla, las conservaba en una copa con agua para verlas cada vez que abría la puerta de la nevera, como hacían aquellas madres frustradas que guardaban en la alhacena sus fetillos en alcohol.

Hoy ya no quedan grandes chefs, y es más, pobre de aquel que cocinero que pese mas de cien kilos porque su futuro profesional no irá mas allá de ranchero o marmitón de mercante transcantábrico. Sucede como con los toreros. Antes el matador tenía su tripita, como Curro o Antoñete, hoy el que se pase de talla ya sabe que se quedará en picador o banderillero.
Pero eso en la cocina es una ofensa, un agravio insolente, una mofa esperpéntica que hace que los amantes de la buena mesa nos sintamos observados desde la barrera como los pultafagónides en las vías romanas.

¿Como es posible que personas que preparan verdaderas tentaciones insalvables sean capaces de no comérselas?
¿Como se puede permitir que un cocinero, que juega con la gula ajena, se mantenga en el burladero?
El drama es que los cocineros han pasado de ser artesanos a artistas, lo cual entraña una convulsión moral, social, y espiritual, dificil de asimilar.
El artesano trabaja para satisfacer a sus clientes, el artista crea para deslumbrar a los cortesanos , para conquistar a los críticos, para reventar de envidia a sus colegas y para satisfacer su ego intelectual.
Llega un punto en el que ni el dinero importa, lo único que cuenta es ir mas allá, conquistar una nueva fase de evolución, romper con lo ya establecido, aunque lo que salga haya que explicárselo al consumidor profano porque no haya dios que se lo trague.

«En este mar y montaña hay que meter bien la cuchara hasta el fondo para poder apreciar simultáneamente en boca el contraste de temperaturas y texturas de las distintas emulsiones» nos explicaba el maitre de El Bulli, de la misma guisa que lo hiciera días antes el guía del Museo de Arte Moderno con un cuadro de Tapiés.

«¡Oooh!» exclamamos todos al comprobar la experiencia sugerida. A ver quién era el guapo que tomaba la voz cantante para defender que aquel puré de guisantes de bote era una birria (no es desmitificación, durante la sobremesa Ferrán Adriá nos comentó que a él le gustaban mas los de conserva que los frescos, de lo cual es muy dueño).
Y claro, así, con la creación culinaria llevada hasta la aberración del minimalismo , a la pura síntesis de la esencia organoléptica, a las aguas primordiales de la Ars Magirica de Apicius, pues es lógico que los cocineros parezcan intelectuales de la romántica bohemia del Montmarte.

Ya no hay señorones como el viejo Cándido, que paseaba su fastuosa barriga cubierta de medallas y cordones por la plaza del Azoguejo de Segovia, cuando llegaban a su mesón Ava Gardner y Charlton Heston dispuestos a zamparse un cochinillo entre La Caída del Imperio Romano y 55 Días en Pekín.

Pero es que, ya será por vergüenza o por un efecto simpatía, hasta los gastrónomos están flacos, ¡coño!
Antes se miraban las formas, el perfil del profesional, y del mismo modo que un servidor de ustedes, con sus ciento treinta kilos, no debe ejercer el oficio de trapecista, pues tampoco es de recibo que maniquís al mas puro estilo Arturo Fernandez vayan por ahí de gastrónomos.
Recuerdo con nostalgia ver en el restaurante de mis padres a aquellos grandes señores de la crítica de los sesenta/setenta, el orondo Conde de los Andes, el educadísimo Néstor Luján, el siempre sonriente y bonachón Jorge Victor Sueiro.

Daba gusto verlos, tan gorditos, tan señores, tan en su sitio que, hasta cuando empezaban a lagrimear después de unas manos de cerdo a la madrileña, sabían mantener la compostura para decirle al maître: «Hace un poco de calor ¿verdad Pepe?, así que de postre traígame algo fresquito ¿qué me recomienda?» y el camarero que conocía las debilidades de cada uno, le contestaba: «¿Le parece bien un tocinillo de cielo con un poco de arroz con leche, don Néstor?» y al venerable escritor se le iluminaba de nuevo la sonrisa y apenas balbuceaba un ininteligible «formidable, formidable».

¿Se imaginan lo entrañable que debía ser compartir mesa y mantel con Don Manuel Puga y Parga, «Picadillo», aquel magnífico escritor, alcalde de A Coruña, abogado, periodista de El Noroeste y El Orzán, y cuya pasión por la gastronomía le llevó al extremo de tener que encargar un asiento especial de doble butaca en su teatro preferido?
Hoy los debates coquinarios se centran en que si los crujientes verticales de harina de alforfón estarán ya o no pasados de moda, o si cinco goterones de aceite perfumado con cúrcuma serán demasiados para dinamizar los sabores a pasto de los solomillos de corderito lechal de raza Churra.

¿Pero como no se iban van a morir los grandes chefs?
Sobre todo teniendo en cuenta que hasta la fecha nadie ha superado los delicados, maravillosos e interminables sabores que se consiguen asando estos dóciles rumiantes en un simple horno mozarabe, tan solo aderezados con una pizca de sal y agua.
Y lo malo es que para el próximo Sanmartín nos toca a los gastrónomos.

Hoy día, Maurice-Edmond Sailland, «Curnonsky», Primer Principe de los Gastronómos, elegido a la sazón en 1927, sería objeto de burla en un comedor elegante y de hecho en muchos de ellos no podría tan siquiera sentarse, porque las butaquitas que están a la moda, solo sirven para culitos Ligths.
Sin llegar a las proporciones de tan ilustres colegas y sin ir mas lejos, cuando mi querido amigo y director de esta casa, Mikel Zeberio, y un servidor, entramos en alguno de estos comedores vanguardistas, no es extraño ver huir despavorido al encorsetado maitre para avisar al cocinero-autor de que un par de miembros del equipo de Sumo han entrado en la casa dispuestos a cualquier atrocidad.

O Tempora! o mores! exclamaría Cicerón si levantase la cabeza. Hasta el querido maestro Irizar se ha quedado chupadito. Con la confianza que daba ver humanidades como las de Xabier Zapirain o Ramón Ramirez.

Ya sabemos que es malo para la salud, pero los buenos gastrónomos siempre han muerto jóvenes, como los mitos del toreo, los poetas románticos y los  aviadores kamikazes. Un matador que se retira sin tener el cuerpo cosido a cornadas, un piloto que no se despachurra contra un acorazado yanquee, o un pinchaversos que no se pegue un tiro en pleno éstasis, son la verguenza de la profesión, los tramposos de la lucha, y lo mismo ocurre con los amantes de la buena mesa.
¿Como se puede describir una mariscada sin padecer un aterrador ataque de gota, un chuletón de buey sin reventar los contadores de colesterol, o un festival de Champagne sin rozar el Guiness de las transaminasas?

Este el precio de lo auténtico, de la ortodoxia, de la grandiosidad del epicureismo, de la pasión por la cocina.
Quizás seamos los últimos héroes, reliquias de los bastiones de una lucha condenada al fracaso, moribundos supervivientes de una guerra desigual en la que tuvimos enfrente a las multinacionales de la moda y de los alimentos Diet.
El feroz enemigo acabó ya con nuestros queridos y bondadosos complices, los grandes chefs, y los nuevos cocineros ya toman Biomanan para enfundarse en pantalones de Adolfo Dominguez.

No, Robert Morley, no. Tú no matastes a los grandes chefs, fue algo mas cruel, mas lento, mas sádico, mas inmoral, fue la moda de usar la talla 40.
Esperemos que estén todos ellos descansando en Paz en el Paraiso de los Bonvivants. Es un consuelo.

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Escrito por el (actualizado: 06/01/2014)