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Calderetas

Calderada de tiñosu
 
Calderada de tiñosu
Revista Viandar, año 2002
 

Mil, diez mil, cien mil Calderetas. 

Escribía Lorenzo Millo sobre la Bouillabaise, en su libro El Banquete del Mar: “Pues ocurre como con la paella, que existen tantas recetas como pueblos, si es que no hay tantas como cocineros...”

Bueno, pues si tratándose solo de una caldereta marsellesa con aromas a Pastis, nuestro querido colega, q.e.p.d., ponía el grito en el cielo por la cantidad de variantes que esta tenía, imagínense lo que se podría escribir si quisiéramos abarcar las distintas fórmulas de todo el mundo. Aunque solo fuese de España.

El único punto en común que tienen todas las calderetas marineras del mundo, es que ninguna está hecha por marineros, tal y como afirman categóricamente los pregoneros de las fiestas locales y jornadas gastronómicas de cada puerto de mar.

A los pescadores les gusta comer chuletones, cochinillo, costillas de cerdo a la brasa y cualquier otro manjar, siempre y cuando no proceda de la mar.

Hoy día en los barcos se suelen comer pizzas congeladas, bocatas de chorizo y fabadas de lata, pero nunca calderetas de pescado.

Otra cosa es que sigan la corriente y hagan su propio marketing. Una vez, en Castropol, donde viví algunos años, uno de estos marmitones se ofreció voluntario para preparar la que supuestamente era su especialidad. Para describir el desaguisado que organizó, baste con decir que la presencia de aquella supuesta caldereta solo recordaba las dantescas imágenes de una catástrofe ferroviaria en el sur de la China. “Es que estos pescados tienen muchas espinas, rezongaba al ver la cara de espanto de los comensales, pero ya verán que rico sabe. Este es el guiso típico marinero, el que comemos a bordo cada día”. Ya.Marmitako

Todos los grandes platos de pescado se preparan en tierra firme, en la costa, porque para lograr sabores realmente vibrantes, es imprescindible usar peces viles, pobres, incluso miserables, los que por aquí se llaman de roca o de cantil, ya que son los que pescan desde el acantilado los chavales, los jubilados y otras personas de provecho a quienes genéricamente se suele llamar vagos.

Hasta hace dos o tres décadas, entre estos pescados villanos había dos especies reinas para dar sabor a las calderetas: el pixín (rape) y el tiñosu (cabracho), pero desde que las amas de casa descubrieron que el primero no tenía espinas y Juan Mari Arzak inventó el Pastel de cabratxo, ambos se han convertido en los mas cotizados del mercado. O tempora! O mores! que diría Cicerón, si mi pobre padre levantase la cabeza y viera como aquellos sabrosos pescados que ni pasaban por rula en Ribadesella porque solo servían para dar sabor a la sopa, hoy se pagan mas que la merluza, seguro que volvería a morirse inmediatamente.

La idiosincrasia de un pueblo 

No sé quién dijo aquello de “Dime qué comes y te diré quién eres”, pero desde luego las calderetas marineras hacen bueno el dicho, porque basta con saber la receta de cada una, para poder imaginarnos la idiosincrasia del pueblo de procedencia.

Quizás la mas famosa de todas sea la recogida por Angel Muro en su célebre libro El Practicón, que le fue enviada por el prócer gijonés, D. Calixto Alvargonzalez, cuya cazuela aun se mantiene en uso gracias a su nieto José Luís y, por cierto, dando grandes éxitos culinarios. Él, D. Calixto, como todos los cronistas que no han pasado ni una vez en su vida por la cocina de un barco, aseguraba que esta era rancho el diario de a bordo: “... los pescadores que se dedican a la pesca de altura la vienen haciendo de tiempo inmemorial a bordo de sus lanchas...” Vean los ingredientes: “... tiene que ser clase pequeña y de la llamada de cantil, como el salmonete, lubina, tiñoso, escorpión, pica, macete, dorada, escamón y barbudas; además se hacen acopios de langostinos, amasuelas, lapas y otros mariscos.” Vamos, que Onassis al lado de esos pescadores, pasaba hambre.

Volviendo a lo de la idiosincrasia y teniendo en cuenta que en esta villa, a una simple escalera de playa le llaman “La Escalerona”, a una vulgar acera de apenas cien metros, “La Acerona” y a un insignificante y ruinoso molino de agua, “El Molinón”, pues creo que ya me entienden.

Por el contrario en Galicia, tierra adusta, donde sus moradores dicen que cuando comen jamón con la mano derecha procuran que la izquierda no se entere, las caldeiradas no van mas allá de un pescadito hervido en abundante agua coloreada con un poco de ajada (aceite con ajos fritos y pimentón). Conviene puntualizar que esta descripción no es peyorativa ya que son tan exquisitas como cualquier otra, incluso desde los nuevos conceptos de cocina minimalista, mucho mas elegantes, ya que sus aromas son puros y sus sabores limpios y perfilados, pero definen ese carácter austero y melancólico que reina por los fogones de Galicia.

En el polo opuesto están los suquets y los romescos, una vorágine de sabores tan desenfadados como la propia luz del Mediterráneo. Allí el pescado casi pasa a segundo plano, unas simples anchoas o hasta un bacalao sirve, lo importante es la fiesta de perfumes que desprenden los diferentes majados que aliñan el caldo. Un suquet debe comerse bajo un sombrajo en camiseta y pantalón corto, mientras que una caldeirada debe hacerse bien abrigado y con cierta melancolía.

Una de las calderetas mas explosivas que se puedan concebir, es la Caldereta Balear (en Mallorca la llaman malllorquina, en Ibiza ibicenca, en Menorca...). Además de los correspondientes pescados y hortalizas habituales, esta lleva sardinas frescas, anchoas saladas, jamón, sobrasada, almendras y piñones. En cada bocado hay tantos sabores como colores en esas islas. Tantos que llegan a empachar, así que cuando veamos que nuestra nórdica acompañante empieza a tomar un preocupante aspecto de tomate sobremaduro, lo mejor es dar por concluida la experiencia y terminar la botella de cava en la habitación. Da mucho gustito porque llegan a alcanzar los 45ºC, sobre todo las danesas (para mas información dirigirse a Manuel Julbe, radio Nacional de España Radio 5, Palma de Mallorca).

No vamos describir aquí el talante de las calderetas de otros países, ni el de sus moradores, pero como ejemplo del asunto que estamos tratando, sí deberían probar las portuguesas de pueblos pescadores. No deben comerse en Estoril, Cascais, Caparica, ni por supuesto Algarve, playas turísticas coloreadas por toldos publicitarios y geranios de plástico. Incluso pongo en duda las de Sesimbra, que gozan de fama internacional. Deben probarse en los comedores mas plebeyos, como los que rodean el mercado de Peniche, sintiéndose observado por marineros de sobrecogedoras facciones, capaces de tirar de pincho solo por amarrarte a una de sus boyas el tiempo justo de preparar el fondeo. Ahí está la esencia de Portugal, su terrorífica historia de colonias perdidas, de hambres seculares, de arrugas en la piel marcadas a fuego por ese implacable mar que se tragó tantas almas como las que vagan por cada cucharada de guiso con sabor a ajo, yodo y aceite de orujo de oliva.

Y como broche, para rematar esta galería de monstruos, la bouillabesa, claro, con todo el folklore Mediterráneo y ese toque cursi que aporta el anís y que no puede faltar en toda preparación que provenga del vecino país, sobre todo si es del sur, del midi, que dicen por allí.

Norte y Sur, carne o pescado. 

Suena como aquello de Up & Down, Hombre rico, hombre pobre y cosas así, pero lo cierto es que el clima marca estilo y la gastronomía es el mas fiel reflejo de toda cultura.

Por el Sur las calderetas son de carne, generalmente de cordero y las que se anuncian como marineras, suelen todavía mas falsas que las que hemos descrito en el Norte ¿Se imaginan ustedes a un pobre pescador murciano preparándose un rancho a base de langostinos frescos del Mar Menor? Hay que ser cachondo. Por cierto que si van por aquellas tierras prueben este crustáceo, es muy dificil de encontrar y hay que dar con alguien de absoluta confianza para no tragar gato por liebre, pero si lo logran, jamás lo olvidarán.

Decíamos que por la meseta y las tierras del sur se comen calderetas de conejo, cordero, cabrito y vaca, lo cual es lógico si admitimos el carácter popular de estas. Incluso en Cádiz, la provincia mas marinera de Andalucía, la famosa Caldereta Gaditana es plato serrano y por tanto de carne.

La caldereta es plato de tiempo frío, de ahí su escasez en las costas meridionales y sí en cambio en sus sierras, donde el pescado no llegó hasta bien entrada la democracia.

Las mas famosas son las extremeñas, las de pastor, que llevan el hígado del cordero majado con el ajo y el pimentón, para dar mas energías al bracero que tenía que trabajar a la intemperie, muchas veces a bajo cero.

Y contra mas al Sur, mas carnes, porque en la isla de Gran Canaria, se prepara un caldero de siete carnes, famoso en toda España gracias a nuestro querido colega Mario Hernández Bueno.

En Navarra y Rioja, tierra de hortalizas, estas son las protagonistas, preparándose con conejo y pollo, habiendo fiestas tan bullangueras como la popular Caldereta de Gallinero de Cameros, que se celebra a finales de agosto.
Pero quizás las mas originales, desde luego las mas exóticas, son las filipinas, recuerdo de nuestra presencia colonial y hoy plato nacional recogido en todos sus recetarios. Se parece mucho a las Gaditana y Del Condado, aunque las andaluzas son de cordero y en filipinas suelen hacerse con vacuno, generalmente búfalo.

Como no podía ser de otra forma, los japoneses hacen la suya con pescado, pero, aunque algunos autores llaman caldereta al Sakana nabe, yo no la incluiría en esta familia porque, aunque la base sea un caldero con caldo y echar dentro lo que se pille (el famoso Sukiyaki es en realidad un Nabemono, o sea, una marmita, cocido o como se quiera llamar), no lleva patatas y como veremos en el siguiente apartado, una caldereta sin patatas no es tal.
Para mas detalles internacionales y para los mas curiosos, en el buscador Google de Internet, aparecen nada menos que 5.390 referencias a la Caldereta y otras 4.280 de Caldeirada, plato asociado a la cultura portuguesa, pero que no deja de ser el mismo concepto. Hay cosas tan sorprendentes como estas Caldereta Filipino Main Dishes, otras como Indian & Pakistani Recipes, la Sakana nabe (Caldereta japonesa), platos y salsas preparadas como la Century Tuna Caldereta (Pacific Island Market), la Caldereta Spicy Sauce Mix (Mama Sita) o la Caldereta rice (Nestlé club). Muy simpático fue encontrar una Caldereta ribereña de salmón fresco, plato que me inventé hace unos veinte años con motivo de unas jornadas gastronómicas y que al verlo reflejado en un estudio, sorprendido me dije: “Coño, resulta que no soy tan mentiroso como creía. Este plato sí que existía”. Desgraciadamente cuando leí la receta, comprobé que el plato sí existía, pero solo desde yo lo inventé, ya que el texto allí plasmado, no era si no un plagio renglón a renglón de mi trabajo.

El origen de las calderetas 

Hoy día comer una caldereta es señal de conocimiento gastronómico y sobre todo de bolsillo caliente porque, a base competir entre sí los cocineros por ganar fama en esta especialidad, hasta echan a la olla langostas vivas y carabineros muertos (me refiero al crustáceo), con lo que pegarse una tripada de tal plato, suele conllevar un presupuesto de aupa.
Sin embargo su origen es tan canalla como el cualquier otro pote: una olla con agua hirviendo y adentro lo que pasara por allí, que lo que no mata, engorda, que ave que vuela a la cazuela y que ojos que no ven, corazón que no siente.

El oficio de la pesca, sin duda el mas atroz que hombre alguno pueda imaginar, fue siempre miserable. Pueblos sucios, oliendo a tripas podridas (el alto contenido en agua de las vísceras del pescado hace que el proceso de descomposición de estas sea casi instantáneo, de ahí su pestilencia), ropas llenas de escamas, caras curtidas por el salitre y manos rajadas mil veces por sedales y anzuelos. Todo eso con un solo fin, hacer llegar a las mesas nobles, plateados y resplandecientes besugos, merluzas, lubinas, meros y rodaballos. Pero por el suelo quedaban otros muchos pescados no comerciales, tiñosus, pixines, maragotas, julias, xaragus, etc. y eso es lo que comían las familias de los pescadores. Eso con suerte, claro, cuando la mar no se ponía torpe, porque entonces había que morder tasajos de curadillo.

Del mismo modo sucedía tierra adentro. Antes de que hubiese frigoríficos, o sea, hasta ayer, en plazas ganaderas como Pola de Siero, se acostumbraba a comer la casquería resultante del comercio con la ciudad: del despiece se enviaban a Oviedo los lomos y las patas, y en el pueblo se comían las mollejas, hígados, sesos y otras entrañas de las reses sacrificadas, haciendo con ellas también calderetas u otros guisos.

A la olla se le echaban, además de los pescados que no se vendían para fuera, las verduras que hubiese en temporada: nabos, coles, castañas, cebollas, bellotas o lo que fuese.

Pero, a mediados del siglo XIX, llegó algo insólito, la panacea de la culinaria popular: la patata. A partir de aquel momento, el ralo bocado de pieles y espinas, que solo podía chuparse para sacarle un poco de sustancia entre los dientes antes de ser escupido, pasaba a ser consistente, hasta se podía masticar y el pescado era casi un condimento, el elemento sápido que perfumaba el guiso.

América nos había dado ya grandes alegrías culinarias, algunas de ellas como el tomate, los pimientos, el pimentón y las judías, ingredientes ya casi imprescindibles en cualquier guiso que se preciase, pero, a partir de aquel momento, el perfil de la caldereta estaba sentenciado: sofrito de pimientos, ajo y cebolla, con o sin tomate, pescado villano y patatas, muchas patatas, todas las que aquel sabroso caldo pudiese aromatizar.

Tanto éxito tuvieron a partir de aquel momento las calderetas, que hasta los pescadores y marineros las empezaron a comer con gusto ¡que ya es decir!

Realmente resultaba facil hacer a bordo un sofrito, echar a cocer las patatas en agua y, para no comerlas todos los días con chorizo, perfumar la marmita con esos peces que las redes parten por las agallas y no se pueden rular.

El ejemplo mas puro, es del guiso de bonito, llamado marmitako por los vascos y calderada por los asturianos de la zona de Cabo Peñas.

La costera empieza en Junio y hay que navegar mas de una semana para capturar las primeras piezas allá por Gran Sol, Romeo o Faraday. Un mes en la mar, en condiciones mas que precarias, es tan duro que cualquier iniciativa se agradece, como comerse uno de esos bonitos que el gancho ha desgarrado por la tripa y que no debe ir a las bodegas. La ventrisca a la plancha para el capitán y los lomos troceados para la caldereta del rancho. Un bocado tan simple como contundente y exquisito, capaz de cautivar al mas remilgado gourmet, por muy fino que este sea.

Pero llegó el turismo y con él las horteradas propias de los taberneros de fortuna que, para intentar justificar esas mas de mil pesetas por ración, echaban a la cazuela unos langostinos congelados y unas chirlas de mala muerte. Y partir de ahí el desmadre. Hoy es difícil encontrar calderetas donde mas de la mitad de sus ingredientes sean autóctonos, siendo lo mas habitual ver crustáceos de Mauritania, moluscos de Noruega, teleósteos de Casa Dios y, por supuesto, hortalizas transgénicas de Holanda, que están de oferta en Continente. Resultado: bazofia para guiris que salen tan contentos pensando que han comido langosta a precio de cocido, cuando en verdad han pagado rancho a precio de bogavante.

Me imagino que este verano habrá algún joven genio, uno de estos cocineritos con chaquetilla de Versace, que hará una caldereta deconstruida. Marmitako de Bermeo a mi manera, se llamará seguramente y llevará medio langostino saharui cortado longitudinalmente y con rimmel en los bigotes. Reposando levemente sobre él, 1/3 de lomo de caballa ligeramente marcado y terminado en el horno de convección. Un mojoncito de espuma de patata con un perifollo en la cresta. Un chorrito de caldo en el lado derecho del plato y siete gotas de aceite al aroma de azafrán en el izquierdo. Una joya, oigan. Zarzuelas, último acto.

Creo que es uno de los nombres mas acertados que se han inventado para definir un plato porque, del mismo modo que ocurre con la música en que esta ni es opera ni es comedia, las zarzuelas de pescado ni son calderetas ni son plato, vamos que se quedan entre Pinto y Valdemoro, o sea, en el arroyo.

Las zarzuelas son un invento hostelero, producto del turismo hortera, del viajante de comercio y del constructor que quieren dar de comer a su prole en el puente de semana santa, todo el pescado y marisco del que los ha privado desde el verano y qué mejor que una batea llena de desperdicios marinos flotando en un charco de tomate de lata, del que emergen por allí una raspa de salmonete, por allá un lomo de palometa con una pata de cangrejo incrustada al biés y por acullá unos espárragos y unos pimientos morrones, que nadie sabe qué pintan ahí, pero ya que estaban las latas abiertas, pues adentro, que dan mucho color y empaque. Media hora después el rico patriarca goza de su triunfo viendo como su señora, con la cara incendiada y a punto de estallar, se acerca peligrosamente a la apoplejía, la suegra sigue chupando pinzas en lo que mas que un plato, parece el osario del monasterio de Wamba y la hija, la única que no se ha puesto de salsa hasta los codos porque está en pleno pavo, mira con desprecio a su hermanito que agoniza con una espina de besugo clavada en la glotis. Una comida memorable.

Con esos mismos productos, contando con que fuesen de calidad, que a veces hasta ocurre, yo me hubiera comido primero las nécoras simplemente al vapor, los langostinos con un poquito de mahonesa de aceite de oliva virgen y los pescados a la plancha, hecho cada uno por separado para darles su correspondiente punto de asado, que no se hace de igual modo un orondo salmonete, que una fina raja de rodaballo.

“¿Y la salsita, qué?” pregunta un lector de piel aceitunada que pasaba por allí.

Pues verá, con las conservas, léase salsa de tomate, espárragos, pimientos, etc., se pasan por la turmix y con la pócima resultante, se prepara una lavativa para que el ranchero especialista en zarzuelas, sepa, in vivo, el efecto que producen sus guisos sobre el sistema digestivo humano, pero haciendo el recorrido a la inversa de lo que manda la ley de la gravedad.

“Qué barbaridad, qué barbaridad, es usted de un intransigente ... No se puede preguntar nada. Qué insolente”.

Y así se acaba la historia, empezamos echando patatas al caldero y terminamos poniendo un enema al cocinero, pero así es la vida, así son las cosas y así nosotros se las contamos, para que, cuando vengan ustedes este verano al Cantábrico y vean: Zarzuela de pescados y marisco, 20€, digan con propiedad: “Para el gato. Yo primero me zampo los marisquitos como Dios manda y después, de cuchara, una humeante calderada de bonito, con su puntín de guindilla, que estos platos son para reconfortar el alma, para comer con hambre, para terminar sudando y diciendo, joder, que bien me supo”.

Mi Caldereta preferida, la ribereña 

Toda receta debe tener su poesía, su mensaje, su historia, su magia, ese toque misterioso que actúa como condimento para que los comensales perciban ese sabor a yodo de los mares enfurecidos y que solo se puede aportar contando un bonito cuento.

El de esta caldereta se remonta a principios del siglo XX cuando en Asturias se empezaron a construir las grandes presas. Por aquel entonces los salmones abundaban hasta tal extremo que, en las mesas burguesas, solo se consumían ahumados, el único modo de mantenerlos comestibles hasta llegar a la capital. Alguno se comía en casa por haber sido pescado por el pater familiae, pero no mas de un par de ellos al año. Sin embargo en los pueblos ribereños sí que se comían, pero por necesidad, hasta tal punto que cuando había alguna gran obra, como las presas de Salime o Doiras, en el río Navia, los trabajadores exigían, por contrato, que no se lo diese de rancho mas de una vez por semana. Una de las maneras de camuflar el delito era metiéndolo en caldereta y así, mas o menos, colaba. Esta es la receta tradicional de la que conoce como Caldereta ribereña.

Evidentemente todo esto es mentira, pero queda precioso. La verdad es que esta receta me la inventé hace unos veinte años con motivo de las Primeras Jornadas del Salmón y el Cava, que celebramos en Madrid los restaurantes Cabo Mayor, Combarrro, El Amparo, El Cenador de el Prado y un servidor, El Horno de Santa Teresa. Pero está buenísima y sabe a río asturiano, a sangre, sudor y pólvora, a huelga minera, a jornada de pesca, a matu y a felechu, en fín, a toda esa maravilla llamada Asturias, aunque el salmón, por supuesto, sea noruego.

Ingredientes para seis personas y dos gatos

- 1 Kg de salmón fresco
- 2 Kg de patatas
- 1 Pimiento verde
- 1 Tomate maduro
- 1 Cebolla grande
- 6 dientes de ajo
- 1 Buen vaso de sidra natural (o vino blanco seco)
- Especias (en nuestras riberas abunda el laurel y el hinojo, van muy bien pero eso va en gustos. Si gusta alegre, se debe poner una cayena).

Elaboración

Se prepara un sofrito con los ajos pelados pero enteros, la cebolla en rodajas, el pimiento en trozos, la cayena y la pulpa del tomate. Cuando empiece a tomar color se añade el salmón limpio y cortado en dados como huevos de codorniz. Se rehoga un poco y se saca el pescado (se rehoga para soltar su grasita y con ella bastante sabor).

Se rocía con la sidra, se da un hervor, se añaden las patatas peladas y cortadas en cachelos y las especias. Cubrimos con abundante agua y dejamos cocer un cuarto de hora, momento en que rectificamos de sal y devolvemos el salmón al caldero.

Conviene dejarlo reposar al menos una hora para que los sabores se compenetren y luego se recalienta despacito, sin que llegue a hervir.

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Escrito por el (actualizado: 18/06/2015)