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Potro salvaje, quizás la mejor carne del mundo.

Potro asado
 
Potro asado
Potro asado
Publicado en revista Club de Gourmets, año 1989. Este es mi primer artículo Largo.
 

Había oído tantas conjeturas como estas, que aquel manjar se me antojaba ya como una ceremonia mágica, un aquelarre gastronómico en el que la leyenda se adelantaba a la mesa, en donde el morbo tomaba forma de chuletas y donde el olor a azufre seria sustituido por aromas de asado.

Desde que los astures entraron en la historia, y a buen seguro mucho antes, el caballo estuvo tan vinculado a su entorno social que era venerado como dios mitológico y respetado como miembro de la familia.
Los historiadores romanos que narraron los cien años que duró la conquista de esta región, Estrabón, Casio, Floro, Orosio y otros más, recogian los relatos de los legionarios que contaban historias espeluznantes de aquellos bárbaros que en las noches de plenilunio sacrificaban a sus mejores caballos en ofrenda a sus dioses. Bebían su sangre caliente y comían sus corazones palpitantes para recibir de sus potros aquellas cualidades que más anhelaban: la resistencia, la dureza, la velocidad y el valor.

Silio Itálico se refería al Asturcón de la siguiente forma: «Distínguese este corcel asturiano por la blanca estrella que adorna su frente, marca propia de los de su país» y Plinio hacía referencia de otra de sus peculiaridades más distintivas: «No tiene un curso como es corriente, sino que su paso es muelle y procede del movimiento simultáneo de las dos manos de un mismo lado; por ello se ha educado a los caballos a marchar en un paso que nosotros llamamos portante o de andadura».
La fuerza y la bravura de estos equinos, y de sus jinetes, hizo que adquiriesen tal fama que cuando los romanos agotaron las existencias de oro de Asturias, explotaron este tándem como una de sus mejores armas de guerra y tan intenso fue el comercio de éstos, que se llegó a crear un oficio en Roma: el Asturconarius.

Posteriormente con la llegada del cristianismo, el carácter sagrado del asturcón fue abolido, pero no perdió importancia su presencia social entre los astures por ser aceptado por los reyes como moneda de trueque y de pago de tributos.
Desgraciadamente, de los miles de manadas que existían en la edad media, tan sólo quedan algunas docenas de ejemplares puros en la sierra del Sueve, entre Arriondas y Colunga, pero la fuerza de su sangre es tan formidable, que a pesar de los cruces acaecidos a lo largo de siglos, los caballos que habitan en estado semi salvaje en la zona de los Oscos, mantienen aún los rasgos y el carácter recio y bravo de sus anrepasados.

"La compra". 

Con tales antecedentes, la experiencia de degustar tan codiciado bocado, no podía ser más deseada, pero cuando quise materializar el hecho, los problemas empezaron.
-Yo no quiero saber nada de eso.
-¡En esta carnicería sólo despachamos ternera y de la mejor!
-Como vuelvas a mencionar lo del potro, no vuelves a entrar en este restaurante. ¿Entendido?
-Si sigues con lo de la carne de potro, vas a tener un lío.

Me costaba creerlo, pero el querer comer carne de potro, era algo peor visto que el querer comerme un misionero.
A veces, los gastrónomos nos encontramos con la intransigencia de las costumbres, incluso con la persecución de la ley, como es el caso de los sesos de mono vivo en Tailandia o el solomillo de ternera sagrada en la India, pero lo del potro de los Oscos, me parecía absolutamente ridículo.
Tardé varios meses hasta que un día gracias a un tío de mi mujer, que solía tratar a menudo con los aldeanos de la montaña, me consiguió el contacto necesario.
-Si quieres compramos uno a medias, pero que no se entere nadie, o no volverían a comer nunca más en mi casa.

La incursión en los Oscos 

Los preparativos fueron minuciosos y la emoción que yo sentía, era como si fuese a disfrutar de la primera montería del año, las botas de monte bien engrasadas, la mochila con el taco y la bota, el rifle a tiro y el Land Rover lleno de combustible.
Había costado tiempo conseguir que Servando, el dueño de la manada y guía de la expedición, confiase en nuestra discreción, pero ya estábamos en camino hacia los altos pastos del monte de la Bobia, a más de mil metros de altitud y a menos de diez kilómetros de la costa.

El profundo valle del río Porcia donde se cobijan aldeas, o brañas como aquí las llaman, casi deshabitadas: Brañavara, Brañatuille, Leirio, Villarin, etc., recuerda a las películas de Tarzán con su vegetación impenetrable de miles de plantas desconocidas, árboles que cubren el camino como una bóveda fantasmagórica y una inquietante sensación de paz sólo turbada por el estruendo de la cascada donde según la leyenda se bañan las «xanas» y juegan los «Trasgus».

A partir de los trescientos metros de altitud, la vegetación se hace más abierta y pasando de los seiscientos, los castaños, robles, hayas y abedules, dejan paso al monte bajo, que tapizado de brezo en flor, parecía un manto morado que algún Dios mitológico hubiera olvidado en aquel perdido lugar del mundo.

Pasamos el pozo de la nieve y llegamos al campo de la Bobia, que es lo que en Castilla llaman paso o puerto; la vista desde aquí es impresionante, donde sus más de mil doscientos metros de altitud, se distinguen casi doscientos kilómetros de costa, desde el Cabo Peñas hasta la estaca de Bares, y hacia el Sur uno de los parajes más salvaje, inhóspito y deshabitado de Europa, el valle del río Navia con la Sierra de los Ancares como telón de fondo.

-De aquí en adelante a patita -sentenció el guía.
Ya no había más camino, apenas una vereda por donde había que pasar de uno en uno y monte abajo un precipicio de más de trescientos metros de desnivel.

Desde la ladera del monte se veía nítidamente todo el valle del Suarón, con la ría del Eo enmarcada por Castropol y Ribadeo en su salida hacia el mar. Y al fondo como una línea combada que hubiese dibujado un aprendiz de dibujo, el Cantábrico, azul como una turquesa y repleto de historias fantásticas de naufragios y misterios.
De vez en cuando se divisaba alguna aldea abandonada, algún refugio de pastores, algún montículo que a buen seguro escondía un castro celta... y rodeándonos continuamente, el silencio; un silencio tan denso que parecía agobiar.
-A veces se oye volar a pájaros que van tan altos que casi no se ven -comentaba Servando.

Estábamos en pleno corazón de los Oscos. Esta región quizá sea una de las más desconocidas no sólo de Asturias sino de España. La escritora Dolores Medio la describía como las Hurdes Asturianas pero sin literatura. Pero lo más curioso es que su desertizacion es reciente ya que en la Edad Media, fue sitio de gran comercio y hasta la Iglesia tuvo grandes intereses construyendo templos importantísimos como el de San Martín a principios del siglo X, o el monasterio cisterciense de Villanueva, en el XII.
Desde el gobierno de Mendizábal, el convento pasó a ser propiedad particular y fue utilizado para guardar ganado, cultivar patatas y dar vivienda a unos caseros que mantienen a duras penas el escaso trozo de cubierta que aún queda sin hundirse.
Pero la colonización de estos montes se remonta a la prehistoria y mantiene aún el nombre de sus primitivos moradores: los Osci Itálicos. Estos entraron en la península por los Pirineos haciendo su primer asentamiento importante en Oscia, hoy Huesca, y siguieron hacia el Oeste hasta aposentarse definitivamente en los alrededores de Bobia, dando su nombre a la región.
A continuación fueron los romanos los que explotaron la riquísima minería de la zona, habiéndose encontrado gran cantidad de monedas del bajo imperio enterradas en campos de labor y en los numerosísimos castros que se ocultan en la zona.
Quiero decir con ello que cuando llegó el cristianismo, la región tenía ya identidad propia y era conocida en toda Cantábria. Como prueba el hecho de que fueron muy numerosos los vascos que inmigraron a estos valles para instalarse como herreros y crear así la tradición metalúrgica que aún perdura hoy en día en su forma más primitiva, con los conocidos mazos de forja, que siguen fabricando cuchillos de hierro como lo hicieran los romanos.
Quizá fuesen los adelantos de la Edad Moderna, con sus nuevas vías de comunicación y sus atractivas ciudades, lo que motivó a aquellas gentes a emigrar de sus campos. 0 quizá la dureza del clima; teniendo que defender sus rebaños de los lobos y sus casas de los pillajes de los desaprensivos que, fingiendo seguir el Camino de Santiago, arrasaban con lo que pillasen.

El caso es que las aldeas están vacías y hasta los pueblos más importantes tienen la mitad de sus casas deshabitadas.
El motivo no pasa de ser una mera especulación, pero la realidad la teníamos delante de nuestras narices, es más, estábamos inmersos en ella: silencio, paz, vacío, naturaleza salvaje, y una extraña sensación de desasosiego, producida no sé si por la falta de costumbre de ver tanta soledad, o por un misterioso recuerdo, que dejaron allí enterrado sus numerosos moradores de antaño.

Y detrás de una loma estaba la manada. 

Serian más de un centenar.
Los había bayos, rubios, pardos, negros y canelas; eran fuertes, bravos, hermosos y bajitos como el monte donde vivían.
La inocente víctima era un potrillo oscuro, que antes de entender lo que estaba ocurriendo, había pasado al limbo de los caballos de un certero balazo en la cabeza.

En pocos segundos habían desollado a la inocente víctima y una carne blanca, limpia, sin un ápice de grasa, salía a la luz, bañándonos con una fragancia de monte y sangre fresca que nos hacía presagiar ya el festín.
Sangrado y descuartizado con gran habilidad, el solípedo había pasado en pocos minutos a ser un auténtico escaparate de gourmets.

La vuelta fue rápida, era mejor no dejarse ver demasiado. La carne tenía que pasar una noche oreándose, colgada en el cabazo (horreo del occidente de Asturias) y al día siguiente sería clasificada: el lomo para chuletas, el solomillo para steak tartar, las patas para asar y el resto para hacer chorizo.

El festín 

Señor San Juan en el foguera ya no hay qué quemar ¡Viva la... «mesa» y los que en ella están!
José Luis puso el aperitivo, Cabrales y sidra; Alfredo el postre, Hojaldre de las monjas ciarisas; Armando el vino, un tinto de Betanzos, desde donde se había desplazado para asistir al magno acontecimiento; pero la expectación se centraba en el menú monográfico sobre el potro: zorza con tortos de maíz, steak tartar con ensalada de zanahoria y apio, costilletas a la brasa con patata asada a la crema agria y carne guisada al estilo de la montaña con champiñones silvestres.

Como aún era de día y la temperatura invitaba a disfrutar del aire libre, aprovechamos para merendar en el porche y así vigilar la barbacoa, donde habían de asarse las costilletas.

La zorza equivale a lo que en Castilla se conoce como picadillo o prueba, y es la masa con la que se rellenan los chorizos. Dado el escasísimo contenido de grasa en la carne de potro, es conveniente mezclarla con panceta de cerdo para que al curarse los chorizos al humo, no queden secos y duros como si de carne vieja se tratase. El resultado es sublime, ni los chorizos de venado y jabalí de Sierra Morena, ni los aromáticos embutidos de la sierra de Aracena tienen punto de comparación con este finísimo manjar.

Quizá fuese una entrada excesivamente fuerte, ya que la zorza es fuerte de sabor y los tortos de maíz no son precisamente un ejemplo de delicadeza. Pero aun a pesar de ello fue aceptado de buen grado por su exquisitez.
A continuación el tartar fue aderezado según una antigua y olvidada receta que desempolvé de un viejo libro de cocina alemana, y que especifica que este plato para alcanzar todo su esplendor, tiene que hacerse precisamente con carne de caballo joven.

Curiosamente es la única referencia a la carne de equino que he encontrado entre mis libros de cocina. El éxito fue clamoroso a pesar de los escrúpulos de algunos de los comensales ante el hecho de comer carne cruda.
La carne picada a cuchillo, conservaba la frescura de los pastos de la Bobia y la fragancia de los brezos, tréboles y flores con que se alimentan estos hermosos ejemplares y que confieren a su carne una textura firme y a la vez tierna, como ningún otro animal que yo haya probado, sueñe con alcanzar.
La guarnición de zanahoria rallada y larninillas de apio, aliñado con una vinagreta ligera de aceite de oliva, vinagre de sidra y yogur, no solamente conjuntaba a las mil maravillas con el picado de carne, sino que adornaba el plato confiriéndole un aspecto de frescor y limpieza que invitaba a su degustación hasta a los más reticentes.

Como las terneras de Franco 

Cuando José Luis comenzó a ordenar cuidadosamente las costillas sobre la parrilla, maestría que le ha llevado a merecer el título de parrillero de la cofradía, el aroma que emanaba la barbacoa al caer el jugo de la carne sobre las ascuas de castaño hizo que las señoras no pudiesen mantener su postura intransigente, y tuvieron que doblegar su orgullo, deleitándose con aquella chuletitas que por tamaño recordaban al carnero, por su ternura a la mantequilla y por su sabor al maná del cielo.

Las alabanzas se superponían, desde los más finos paladares que buscaban los sutiles perfumes del monte, hasta los calificativos cargados de intención política: «Es como las terneras de cuando vivía Franco».

La guarnición nos llenó demasiado, pero nadie renunciaba a recrearse con aquella pulpa blanca de patata nueva que asada en las cenizas envuelta en papel de aluminio y aderezada en cada bocado con nata agria batida con ajo y perejil, resultaba un acompañamiento demasiado goloso como para resistirse.

El vinillo de Betanzos empezaba a hacer efecto y cuando el asado apareció, algunos que ya habían tirado la toalla, espoleados por la gula y alentados por los efluvios de la cazuela, se colocaron de nuevo en disposición de lucha y armados de cuchillo y tenedor, se lanzaron a la batalla aun a riesgo de perecer en un ataque de gota.

Este asado tan sencillo como suculento, consiste en hacer un sofrito de cebolla, zanahoria y pimiento verde en aceite de oliva y grasa de cerdo al cincuenta por ciento. Cuanto toma algo de color, se le añade la carne un pollo entero del mismo peso que el trozo de ternera, en este caso potro, y se rehoga todo hasta que empiece a dorarse. Se desglasa con vino blanco y agua, y se deja cocer a medio fuego durante una hora. Como guarnición se le suelen agregar «patatinos» fritos en grasa, que son las patatitas que quedan en tierra al recoger la cosecha y que no se comercializan fuera de los mercados sabatinos de las aldeas por ser sumamente delicados. En esta ocasión y como ya habíamos tomado patata asada con el plato anterior, cambiamos la guarnición por unos suculentos champiñones silvestres asados enteros en mantequilla, que había recogido yo esa misma mañana en un prado colindante. El resultado, cuesta trabajo imaginárselo.

El finísimo hojaldre relleno de crema, remató dignamente el festín y aunque tuvimos que echar una partida de billar para bajar la comida, el calificativo fue unánime: quizá sea la mejor carne del mundo.

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Escrito por el (actualizado: 13/08/2014)