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Maridaje de Barón de Ley Finca Monasterio con cocina castellana renovada.

Rodaballo con tempura de verduras
 
Rodaballo con tempura de verduras

Publicado en la revista PlanetAVino Nº42, abri/mayo 2012.

Restaurante El sueño del general (Concejo Hospedería)           
C/ Sacramento, 4-6
Valoria la Buena
47200 Valladolid

 

 No es la primera vez que a ese señor llamado Proensa le da por enredar, sentando a la mesa cocina castellana con vino de Rioja (ya lo hicimos en el Mesón de la villa de Aranda con un Valserrano Finca Monteviejo y desde luego que fue memorable), solo que en aquella ocasión probamos cocina tradicional, y en esta, cocina renovada, versus Nueva Cocina.

El marco era realmente sobrecogedor. Valoria la Buena. Región de Cigales. Valladolid. Castilla en estado puro. El comedor, una dependencia de un antiguo castillo fortaleza de la Orden de Calatrava (según indican los opúsculos). Desde las ventanas de la buhardilla se ve lo grande que es Castilla, incluso esta, La Vieja, como se decía cuando un servidor estudiaba geografía de España y eso que hoy se llama Castilla y León no existía. Grande, majestuosa, estoica, árida y a la vez fértil, un conjunto de valores que hace un todo que se muestra al viajero a través de esos interminables eriales que cambian de color con el paso de las estaciones.
La verdad es que este lugar está muy cerca de Valladolid, apenas un cuarto de hora, lo que tardamos en meter el coche en un dichoso aparcamiento, pero parece que hemos pasado por un túnel tiempo y nos encontramos en aquel reino en que la Reina Juana perdió el seso por..., muchas cosas.
Mezclado con esas nobles piedras calizas que quizá algún día recibiesen más de un pepinazo enemigo, la familia Concejo ha metido acero y cristal hasta convertir el viejo caserón en unas modernas instalaciones de esas en que se enciende sola la luz eléctrica cuando entras en el aseo. Muy alucinante.
Como cabía esperar de un bodeguero (son propietarios de Bodegas Concejo www.concejobodegas.com), el restaurante cuenta con un comedor privado llamado “Sala de catas”, y como también era de esperar, la cata se realizó en la “Sala de catas”.
Sandeces aparte, lo cierto es que, antes de ponernos manos a la obra, probamos el rosado cigaleño que elabora Enrique, y menos mal que nos paró los pies, porque estaba tan perfumado y sabrosón, que pudimos haber arruinado la experiencia. La verdad es que el primer plato, una ensalada de perdiz escabechada, hubiera resultado redondo con ese vino. Pero no adelantemos acontecimientos y vamos con lo nuestro.
 
La cena.
Porque fue cena, no comida.
Tras catar el vino como es preceptivo (de su descripción se encarga el ya citado y elogiado periodista), nos abrieron boca con un vasito de Puré de morcilla y manzana, muy rico, porque aunque poca gente lo sabe, en Cigales hacen unas morcillas de arroz de quitar el hipo. Otro cantar es como pegaba con el vino, pero como era un aperitivo y aún quedaba un poco de rosadito, pues divino.
Como ya adelanté, el primer plato era una Ensalada de perdiz roja escabechada, aliñada con agridulce de trompetas amarillas. Tela. Con semejante nombre ya pueden imaginar que el vino se volvió tarumba, sobre todo porque si ya de por sí un escabeche es un verdugo para un tinto reserva, si encima le pones una salsa endulzada con miel (así me pareció), pues el descalabro está asegurado. Realmente buscábamos meterle el alfanje al vino, ya saben ustedes de nuestra saña, pero en este caso hay que decir que el riojano se comportó heroicamente con la perdiz, superando incluso el sabor del escabeche, pero lo del supuesto “agridulce”, que en realidad solo era dulce, ya fue demasiado. No es que se arruinase, pero sus sabores propios cambiaron radicalmente. A pesar de ello hubo división de opiniones porque a Chema, el enólogo, le gustó mucho (hay que decir que todo le gustó mucho). En cualquier caso no hubo descalabro porque al segundo trago, el vino ya estaba de nuevo en pie.
 
El segundo de la noche fue una Crema de Amanitas de los Césares que encandiló a toda la concurrencia. Era tal la concentración de sabores y aromas a la seta, que hasta despertó la vena poética de alguno que se atrevió a decir que el maridaje era como la esencia del otoño (no desvelo quién porque me puede costar el puesto). El plato era radical, seco, hasta con un punto amargo, lo que hacía que el vino supiese más goloso, carnoso, incluso afrutado. Por decir algo desagradable, argumentaré que era un matrimonio fácil de prever. Ha de transcribir una frase de A.P. “En los aromas, se da una buena ligazón entre los tonos del hongo y ciertas sensaciones del vino (trufa y frutillos silvestres) para dar un paisaje otoñal y de bosque húmedo”. Hermoso.
 
Otro éxito previsible fue el plato de arroces, Arroz a la Zamorana y Copita de arroz salvaje con sepia y espuma de ali oli. El mayor triunfo de la noche fue el arroz negro, y no lo digo solo por mí, enamorado de esta combinación desde que la probé hace casi medio siglo, sino unánime. He de reconocer que nunca había probado este plato preparado con cizaña (en realidad el arroz salvaje no es un arroz sino una gramínea de origen americano,  Zizania Palustris, que ya comercializan marcas españolas y se encuentra fácilmente), pero me pareció un acierto, un hallazgo. Son sabores cremosos, porque tanto la tinta como la carne de la sepia tienen matices dulces, y la espuma de alioli era muy ligera y perfumada, lo que unido al soporte vegetal del “arroz salvaje”, hacía un conjunto muy armónico, al que el vino se sumó con toda elegancia. Tanto monta, monta tanto, que diría el Rey Fernando, aunque nunca probase este plato con tal vino. El“Arroz a la zamorana”, al menos como lo interpretó Jorge, era una especie de “risotto”, un arroz meloso, en el que cambió el queso Parmigiano por un poderoso zamorano de alta curación, un queso añejo, una bomba. Además de la oreja, rabo, chorizo, panceta y demás delicias del cerdo, que no se veían porque iban muy picaditas, pero sí se notaban. Yo me regalé tanto con la copita, que cuando le metí mano al zamorano este se había enfriado y perdido la melosidad, una lástima, porque los sabores eran realmente gigantes. Metí la pata y lo reconozco, pero a pesar de ello lo disfruté y, aunque los sabores enranciados del queso y compango se habían magnificado, el vino entraba alegre, fresco, con una fruta que en cata apenas se percibía, al menos yo, porque los lácteos se me antojaban predominantes, aromas que obviamente tras el queso se minimizaban. Siempre he sido partidario de acompañar los arroces con vinos afrutados, tanto blancos como rosados o incluso algún tinto joven, pero desde luego este Barón me ha dado mucho que pensar.
 
Mucho menos afortunado resultó el Bocadillo de rodaballo relleno de queso crema . jamón ibérico y verdura en Tempura. En realidad el plato no arruinaba al vino, ni el vino se arrugaba frente al plato, lo que sucedía es como que nada tenía nada que ver con nada. No sé si me he liado con las “nadas”, pero quiero decir que en el propio plato había muchos sabores que iban cada uno por su lado, y claro, cuando el vino entró en la fiesta, pues también se largó por los cerros de Úbeda. No voy a darle caña al pobre chaval que tiene tanta ilusión como aciertos, lo que pasa es que toda esta zona de Valladolid, Zamora, Salamanca, etc., es inconcebiblemente rala en pescados y, consecuentemente, su tradición culinaria es una pena.
 
En las carnes ya cambió el tono, sobre todo con los Medallones de buey Wagyu, o Japanese Black, la raza que se cría en Kōbe. Es una carne oleaginosa (dicen que su grasa es insaturada, como la de las olivas), de aspecto marmóreo, sabor suave, y precio escandaloso. Al parecer están criando vacas de estas en Castilla y, al no trabajar con los cortes nobles, pues resulta más asequible para nosotros, pobres mortales. Aquí sí que discrepé con el resto de los comensales, porque todos loaron el maridaje, pero a mí pareció que el vino se desarmaba. Ya sé que soy rarito, pero esa supuesta armonía incontestable de la carne roja con el tinto reserva, a mí no me convence. Hay tintos que sí mantienen todo su carácter, sobre todo los grandes de Toro y algunos golosos de la Ribera del Duero, pero la mayoría de los riojas se quedan aguados. Me imagino que será porque los sabores empireumáticos de la parrilla anulan el bouquet, o sea, los aromas de la crianza, y en estos casos en que estos son los dominantes, pues adiós. Incluso esos aromas lácteos, también se ven superados por los vacunos (la carne vacuna tiene ciertos matices lácteos), por lo que con solo esos afrutados ya atenuados, el vino resulta acuoso. Pero ya digo que me quedé solo con esa opinión, porque el claustro se pronunció en sentido contrario: “Si quiero una cena en trono a un gran vino, quiero que la base sea una carne similar a esta.” Magisterdixit.
 
El cierre consistió en uno Cilindro de jabalí relleno de foie con reducción de vino dulce Carredueñas Dolce. Como reza la canción “entre todos la mataron y ella sola se murió”. En esta ocasión fuimos todos los responsables del desaguisado, porque nos liamos tanto con la discusión de las hamburguesas, que para desesperación del pobre cocinero, su plato estrella se pasó de punto. Todos sabemos como queda la carne pasada y no digamos ya el hígado de pato, así que lo que probamos no fue realmente la creación de Jorge Gómez, que según confirmó Enrique Concejo, el anfitrión, el plato en su punto, era una verdadera exquisitez. Partiendo de la base de lo explicado, procuré abstraerme e imaginar los sabores del hígado medio crudo así como del jabalí, que sin duda habrían ido de la mano con el vino, pero la reducción era lo que era, y si bien con el “cilindro” pegaba de maravilla, al vino lo desgraciaba, lo dejaba sin expresión, sin gracia, sin chicha.
 
Resumiendo, si es que se pudiera hacer una visión del conjunto, habría que empezar por elogiar el trabajo del cocinero y del enólogo, porque ambos, cada uno por su lado, sentaron a la mesa el fruto de sus esfuerzos que en ambos casos solo recibió reconocimientos.
Respecto a las armonías, pues ya han visto que en líneas generales la cena resultó de lo más agradable, con algún traspiés, lo cual es más que lógico cuando se sirven siete platos y no precisamente buscando su ajuste con el vino, sino más bien todo lo contrario, lo que nos permite afirmar que en una comida normal, este Barón de Ley Finca Monasterio, hubiera sido un compañero ideal para esa cocina castellana renovada que prepara Jorge Gómez.
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