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Regional

 

¿Quien inventó la cocina española? Pues de no ser porque Dª Emilia Pardo Bazán, ya escribiera a finales del siglo pasado un libro titulado "La cocina española antigua", yo diría que esta fue inventada por Franco.

Durante siglos, los españoles hemos sido permeables a cuantas culturas han llegado a nuestro suelo y, consecuentemente, hemos introyectado sus respectivos hábitos culinarios.

Todos los recetarios de cocina hacían referencias a su intención de servicio, desde los que puntualizaban que eran destinados a Nobles Caballeros, como el de D. Luís Lobera Dávila, médico pontificio e imperial, hasta los que simplemente preconizaban su sencillez titulándose La Cocina Práctica, de D. Manuel Puga y Parga, alcalde de la Coruña.

Hasta que llegó el Caudillo.

A partir de ahí los españoles descubrimos que nuestra gloriosa Patria también tenía cocina.

Hay que ver lo que se perdieron nuestros antepasados.

Desde la Paella valenciana, hasta la Fabada asturiana, todo nuestro recetario se vistió de faralaes, yugos y flechas, y nuestro ínclito Gran Maestro Asador, se convirtió en embajador gastronómico español con sede en Segovia.

La mantequilla, elemento fundamental de nuestras cocinas cantábricas donde el aceite apenas alcanzaba para aliñar alguna ensalada, fue erradicada de nuestros fogones por temor a encubrir posibles afrancesamientos, que como todos ustedes saben, siempre conllevan vicios inconfesables de libertinaje. La nata, otro artículo de primera necesidad en nuestras casas y aldeas del Norte, también fue considerada como una mariconada propia de países ateos, y así poco a poco nuestra gran cocina española fue engendrándose y floreciendo entre cartillas de racionamiento y olor a fritanga con aceite de orujos.

Durante el siglo XIX y hasta la guerra civil del 36, en las casas burguesas españolas se comía como quizás en ningún otro país del mundo, ya que toda esta riqueza cultural se veia reforzada por la más deslumbrante despensa que ningún país soñase tener. Ríos repletos de cangrejos, salmones, lampreas y angulas. Huertos donde se cultivaban las más avanzadas legumbres traídas hacía más de mil años desde Persia por los moros y luego, desde el Nuevo Mundo, por los indianos. Corderos de Castilla, cochinos de Jabugo, Montanchez o Guijuelo, las más perfumadas frutas del vergel valenciano, los más sabrosos mariscos de las rías gallegas y toneladas de brillante pescado, que si bien no llegaba todo lo entero que se pudiese desear a la Corte, los que como mi familia vivían a orillas de la mar, podían hartarse a diario porque estaba tan vivo  que apetecía hasta para desayunar.

Terminada la contienda y a pesar del cobarde bloqueo internacional, nuestro pueblo, la mitad mas o menos, porque la otra estaba picando piedra en el Valle de los Caídos o exilada en Méjico, desarrolló la más excelsa y variada gastronomía jamás soñada.  A pesar de su sospechosa simpatía hacia el contubernio judeomasónico y gracias a la benevolencia de nuestro generalísimo, algunos autores se salvaron de la hoguera y los escritos de Enrique Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández Flórez o Julio Camba, nos describen como fue aquella gloriosa etapa de nuestra culinaria. En su Casa de Lúculo, Camba decía: "Además de ajo, nuestra cocina tiene muchas preocupaciones religiosas, y, algunas de ellas, saben bastante bien", si bien más adelante puntualizaba: "Fuera de aquí, la hiperclorhidria se considera un accidente y no una consecuencia normal del acto de comer, y cuando un español pide bicarbonato en un restaurant de Paris o de Londres, los camareros se quedan tan asombrados como si les pidiera insulina o tintura de iodo, Aquí, en cambio, no solo hay quien se toma el bicarbonato disuelto en agua a manera de aperitivo, y quien se lo traga a puñados en forma de postre, sino que hasta los cocineros lo utilizan en sus preparaciones ... por eso yo opino que nuestra cocina, más que una cocina al aceite o al ajo, es, ante todo, una cocina al bicarbonato de sosa."

En los años sesenta, cuando mis padres abrieron en Madrid el Horno de Santa Teresa, en nuestra hostelería y salvo honrosas excepciones con nombre propio, comer algo que no fuese marisco, paella, cordero asado, o pollo al ajillo, era un auténtico atrevimiento. La cocina española al fin se había consolidado y ya el mundo entero sabía que existíamos gracias a las paellas y sangrías de chiringuito playero. Incluso un gran colega y amigo, José Luís Ruiz Solaguren, inventó la tortilla española, colofón de nuestra gloria culinaria, que, de no haber sido porque era vasco, seguramente le hubiese llevado directamente a la beatificación.

Pero el Señor se quiso llevar consigo al libertador y España se quedó sin director espiritual, lo que como es lógico llevó rápidamente a la confusión, a la lujuria y al desenfreno.

Los abertzales reivindicaron la paternidad de algo tan español como la anchoa. Los catalanes cambiaron el champán por cava. En Rioja inventaron unos pimientos rojos que, a mala leche y con segundas, fueron llamados "de piquillo". En Asturias, en vez de invitar como cada año a Dª Carmen a desvalijar las joyerías de Oviedo, se sacaron de la manga algo tan sospechoso como el caviar de erizos. Hasta los valencianos reclamaron ser los padres de la paella, algo que como ya hemos explicado anteriormente, es únicamente fruto de los planes de desarrollo turístico diseñados por D. Manuel Fraga, ministro  a la sazón de tales menesteres.

Y en este mar de confusiones estamos, por eso y ante el temor de ser acusado de hereje e impostor, yo no me atrevo a catalogar mis libros como de cocina española, sino estacional, porque afortunadamente con Franco y sin él, con democracia o con lo que tenemos en España, colonizados o conquistadores, cada año los solsticios y los equinoccios llegan puntuales a su cita y la Madre Naturaleza responde regalándonos sus espárragos trigueros, sus setas, sus castañas, sus arándanos y sus alergias primaverales.

Me siento tan poco carpetovetónico como Rudyard Kipling y tan enamorado de la Obra del Gran Arquitecto del Universo como él, por eso y aunque mi cocina sea netamente cantábrica, mis armas nunca se levantarán contra el cassoulet en defensa de la fabada. Un día se pueden comer judías con salchichas y otro con "morcielles", las dos son deliciosas y para los que solo nos sentimos soldados del patriotismo planetario, ambas deben ser defendidas y ninguna ultrajada.

En menos de medio siglo nuestra cocina pasó de la gloria a la miseria. En Galicia la sofisticada y variada cocina de los pazos que describieran Ángel Muro, Pardo Bazán, o Picadillo, se redujo a la empanada y al lacón con grelos. El interminable recetario de Al-andalous, solo comparable con el de las Mil y Una Noches y con casi doce siglos de tradición, se quedó en gazpacho y "pescaito", y las cocinas levantina y catalana, herederas de la gloria romana y estandarte de la dieta mediterránea, pasaron a ser paella de chiringuito, y como ellos dicen muy gráficamente: ¡Butifarra! 

Escrito por el (actualizado: 28/10/2013)