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Gastronomía Vº Centenario

 
Publicado en revista Club de Gourmets, año 1.992. (Desgraciadamente, de los 10 artículos que constaba la serie, por razones espurias tan absurdas y necias que no merece la pena comentar, solo se publicaron 7 y, como los sistemas informáticos de la época eran practicamente máquinas de escribir, pues el resto se perdió).

El descubrimiento de los Borbones 

Los españoles, que tanto hemos criticado siempre el Chauvinísmo francés, seguramente por aquello de ver la paja en el ojo ajeno, no hemos comprendido que teníamos una viga en el propio al jactarnos de que nuestra gastronomía era un ejemplo de españolidad y rancia tradición, cuando en realidad, gran cantidad de los artículos que hoy día consideramos tan españoles como el tomate, los pimientos o las patatas, fueron importados de América.

Pero hay algo más grave aún, porque podríamos alegar «Sí, pero los españoles trajimos a Europa todos estos manjares, hoy día tan imprescindibles, y la Humanidad nos debe gratitud por tan importante aportación», pues no, ni tan siquiera eso, porque si bien los primeros conquistadores trajeron infinidad de plantas y semillas del nuevo continente para ser probados y cultivados en los huertos españoles, todos estos productos fueron desechados por la falta de luces de aquellos antepasados nuestros, cuya cultura gastronómica, como podemos ver en las recetas de Ruperto de Nola, se limitaba a engullir de una sentada media docena de capones rellenos de huevos, hervidos dentro de una sopa de leche con arroz.
La rígida sociedad medieval, gobernada al alimón por la casa de Austria y la Iglesia, no permitía desmanes ni innovaciones, y cualquier cambio en los modos de vida considerados como sospechosos de brujería por la santa Inquisición y refrendados por una mojigata administración, gracias a lo cual, los pobres españolitos de la península seguían muriendo de hambre mientras los conquistadores se entretenían rompiendo cabezas en el nuevo mundo.
La Iglesia, máximo organismo del control económico del país aún por encima del propio rey, recibía directamente los tributos de los agricultores y ordenaba igualmente el modo de cultivar las tierras, por lo que era en sus huertos donde se hacían las pruebas de aclimatación de aquellos frutos venidos de ultramar y era por tanto el clero quien decidía que planta era conveniente o no entregar al pueblo para su cultivo.
Así vemos cómo en el monasterio de los recoletos de Herbón, allá por 1574, según una narración del cardenal jerónimo de Hoyo en las memorias del Arzobispado de Santiago, «hiço plantar papas el señor Arzobispo don Francisco Blanco» que : posteriormente fueron arrancadas y despreciadas por «bastas», no volviendo a ser probadas hasta finales del siglo XVIII gracias a los contactos marítimos con Inglaterra.
El imperio español cayó gracias a la incompetencia de sus gobernantes mientras Europa medraba gracias al oro que cruzaba por nuestra península y lo mismo ocurrió con todos aquellos productos llegados de ultramar que, hábilmente recuperados por franceses, ingleses e italianos, permitían que sus pueblos se alimentasen y alcanzasen cotas de bienestar social impensables en nuestro país a pesar de ser los dueños del nuevo mundo.
La degeneración física y espiritual de aquella sociedad ocultista y supersticiosa tocó fondo con Carlos II que, gracias a Dios, no pudo tener hijos con que seguir arruinando el país y tuvo que nombrar heredero a Felipe de Anjou, primer Borbón que reinó en España con el nombre de Felipe V, quien tras ceder a Francia, Italia e Inglaterra parte del imperio en el tratado de Utrech, empezó la obra de reforma de nuestro maltrecho país.
A partir de entonces se empezaron a conocer tímidamente en España aquellos productos que dos siglos atrás pasaron por nuestros huertos y que de haberse aprovechado, hubiesen cambiado la faz de aquella Mancha hambrienta y miserable de Don Quijote.
No es mi afán echar por tierra nuestra cultura, todo lo contrario, pero lo que creo es que si que debemos, es codearnos con nuestros vecinos europeos, esos que dicen que van a venir a visitarnos con motivo del quinto centenario. Debemos tener una cierta idea de la realidad y del ridículo ante otros colegas, más y mejor preparados para opinar sobre estos menesteres de la historia de la pitanza.
Así pues, en vez quedar sin argumentos para defender la falta de vista de aquellos antepasados que desperdiciaron unos bienes más preciosos que el propio oro, podemos presumir de haber llevado a América productos que muchos consideran de origen americano, tales como la caña de azúcar o el plátano, y que llegaron a condicionar la vida de aquellos países de ultramar, hasta el punto de convertirse en la base de sus economías.
Vamos a lo largo de este año, a intentar desde estas páginas dar una visión lo más objetiva posible de la influencia que tuvieron en la gastronomía española aquellos productos del nuevo mundo, que hoy día consideramos tan nuestros que a duras penas si nos podemos imaginar cómo serían : nuestras mesas sin ellos.

El pimentón, todo un descubrimiento. 

Los primeros años del descubrimiento fueron en realidad un mar de confusiones, en realidad se pensaba que lo que habían encontrado era una nueva ruta de las indias; por tanto, lo más importante era el reparto de tierras entre españoles y portugueses, ya que el Papa, mandatario supremo en Europa, había decidido repartir el mundo entre ambos países por ser aquel territorio res nullíus, es decir, de ningún príncipe cristiano.

Así se acordó que las tierras situadas al Oeste de un meridiano trazado a 100 leguas al Oeste de Azores serían para Castilla y las del Este para Portugal.
Hasta ya entrado el siglo XV y a raíz de las conclusiones de Américo Vespuccio, que fue realmente el primero en darse cuenta de que era un nuevo mundo lo que habían encontrado, nadie se preocupó por importar otra cosa que no fuesen oro, joyas y algún pájaro exótico o algún nativo, por aquello de la nota folklórica (más adelante, cuando España quedó despoblada, intentaron seguir trayendo «indios», no ya como curiosidad turística, sino en un primer ensayo de esclavitud cristiana para cultivar las tierras, pero dieron muy mal resultado, porque se morían todos y tuvieron que suspender el proyecto).
Pero Italia estaba en pleno renacimiento y las coronas de Castilla y Arag6n (lo de «reyes de España» es un camelo de los libros de texto) tenían importantes territorios en aquella península y era notoria su influencia por lo que se empezó a contemplar aquel gran descubrimiento no sólo con ojos codiciosos del oro, sino con un cierto interés científico.
Por aquella época, en que toda la información y cultura estaba en manos de la iglesia, era usual que los grandes señores, nobles hidalgos, ricos comerciantes, etc., en caso de enviudar (algo bastante frecuente a causa de las secuelas de malos partos) no contrajesen nuevas nupcias, sino que tomasen los hábitos, de esta pía forma, se retiraban de los problemas mundanos y dedicaban el resto de su vida a sus más anhelados «hobbies» intelectuales, rodeados de otros amigotes de similar condición y con todo el saber de su tiempo a su disposición.
De este modo surgieron los huertos botánicos, auténticos laboratorios donde se experimentaba con todas aquellas plantas que llegaban al país y cuyo máximo desarrollo se produjo en Sevilla ya que era la puerta por donde entraban las naos procedentes de América.
Aquel que fuera en su vida pública boticario o médico, estudiaba los aspectos curativos de tal o cual planta, mientras que el aficionado a la agricultura buscaba cómo aclimatarla a los suelos andaluces.
Así se adaptaron a nuestra climatología tan sólo como cultivo ornamental, plantas de patatas y tomates que adornaban las ventanas sevillanas en hermosas macetas, ya que apenas nadie se atrevía a comer aquellas cosas tan raras, aunque en la cercana Málaga sí se consumían algunos boniatos a guisa de golosina.
También había quien investigaba en la gastronomía y procuraba imitar las recetas que eran recogidas entre los nativos de los territorios colonizados, para ver si aquellos productos, al ser manipulados según las técnicas autóctonas de donde eran originarios, tenían un gusto que pudiese agradar a los cristianos del viejo continente.
Por este procedimiento, es decir, intentando reproducir los ajís criollos y los moles mejicanos se inventó el pimentón, que muy posteriormente se descubrió como un excelente conservante para los embutidos y tasajos de carne.
Hubo incluso productos que tomaron rápidamente identidad española, como el cacao, que en vez de utilizarse como condimento de salsas al estilo de la comida habitual mejicana, se empezó a tomar como infusión en sustitución del café por aquello de que este último era morisco.
Otros, como los aguacates, se adaptaron a las recetas tradicionales españolas de salazones, gazpachos y ensaladas, dándoles un cierto toque de originalidad.
El pavo («guajalote» en lengua mejicana) fue aclimatado con tal éxito que el propio rey Enrique VIII de Inglaterra, lo comió con gran reconocimiento durante la boda de Carlos IX de Francia en 1570.
Sin embargo, otros productos como la coca, tuvieron que ser desestimados por no conseguir encontrar las condiciones de suelo y clima necesarios para su buen desarrollo.
Parecía que la cosa iba por buen camino, pero la llamada del oro americano y la intransigencia de la dictadura religiosa que, con su brazo armado, la Inquisición, machacaba a toda persona que fuese algo normal, vaciaron de hombres de provecho nuestra patria. Aunque los nobles caciques compraban : con el oro que les llegaba del nuevo mundo, inmensos latifundios a bajo precio, al no tener brazos con que cultivarlos, de nada serv7ian aquellas tierras : otrora ricas y así poco a poco España se convertía , en un barbecho, mientras los Habsburgos pedían : más y más oro para hacer sus guerritas, sordos a las famélicas quejas de aquella maravillosa literatura del siglo de Oro que más se podría haber llamado del hambre, como vemos en «El lazarillo de Tormes», «El pícaro Guzmán de Alfarache» de Mateo Alemán, «El Buscón» de Quevedo y tantos y tantos otros más.
Parecía imposible que con tantas riquezas gastronómicas que llegaban sin cesar de las Américas, España volviese a la culinaria de la Edad Media, pero la estupidez de aquellos políticos y la soberbia del clero, que quería dominar hasta la vida doméstica de todos, lo consiguieron.

El tabaco, el chocolate ... y el Clero 

Comentamos en meses anteriores, algunas de las peripecias que tuvieron que sufrir todos aquellos productos que, llegados de las Américas, eran despreciados por la rígida sociedad conservadora española y que, posteriormente, cuando vieron cómo eran apreciados por las cortes europeas, y gracias al liberalismo y eclecticismo que nos trajo la casa de Borbón, entraron a formar parte de nuestra vida diaria.

Sin embargo, hubo dos artículos que desde el principio fueron aceptados por los españoles y permitidos tanto por el poder legislativo, como por la Iglesia, sin ninguna traba: el tabaco y el chocolate.
El primero fue fulgurante.
Los primeros marineros que acompañaron a Colón ya venían enviciados de mascar y fumar aquellas perfumadas hojas tan codiciadas por los indios americanos.
Dijimos que durante los diez primeros años nadie pensaba que se había descubierto un nuevo continente, y por tanto, la actividad se limitaba a tomar posesión de territorios para las coronas portuguesa y española y rapiñar todo el oro que se encontrase. Sin embargo, la afición de los cubanos caló tan hondo entre los conquistadores españoles, que entre las clases más bajas y viciosas de nuestro país, esta droga se extendió antes de saber si era nociva o perjudicial.
Como es lógico, se empezaron a levantar voces contra los que consumían aquellos polvos que hacían estornudar y peor aún, contra los que fumaban las hojas enrolladas ahumando cantinas y burdeles, pero los médicos también encontraron propiedades curativas (me imagino que lo que pasaba es que les iba «la marcha»), y se popularizó hasta el extremo de que en 1634 el estado dedicó estancos para su comercio; es decir, que al igual que hacía con la sal, monopolizó el tráfico de este producto, dando concesiones en exclusiva, a personas acreedoras de tales favores.
Algo parecido pudo ocurrir con la coca. Sin embargo, al ser más suave y menos tóxica que el tabaco, no pudo ganar la partida en el mercado español. El otro producto que cautivó desde el principio a los españoles fue el chocolate.
Cuando Hernán Cortés desembarcó en la península del Yucatán el 1518 y vio cómo aquellos indígenas consumían una infusión hecha a base de unas bayas secas, acomodada de diversas formas, bien en una papilla con maíz tostado y molido, bien emulsionada en una aromática y oscura espuma que suavizaban con especias y chiles picantes, comprendió que un brebaje tan nauseabundo tenía que tener algo de mágico y lo probó.
"Aumenta la resistencia del organismo y lo prepara contra fatigas corporales» relató Cortés al emperador Caños V. Y cuando llegaron las primeras bayas a la península y tras una serie de experimentos en que se llegó a la fórmula de mezclar su polvo refinado con canela, vainilla y azúcar y hacer con este popurrí una infusión rebajada con leche, la aceptación fue de tal magnitud que el cacao tomó valor de moneda de trueque.
De hecho, en 1555 se estipuló el canje de 140 semillas por un real plata y hasta bien entrado el siglo MX, esta especie de mercado de valores fue respetado.
Pero resulta curioso cómo este producto fue de tanto provecho para los hambrientos estómagos españoles de los siglos X-VI y X-VII, y que había también triunfado en el resto de Europa. Sin embargo, fue tomado casi como una obligación social por los reyes Borbones que vinieron a gobernar España.
Por aquel entonces, el café ya había hecho furor en toda Europa, menos en España, claro está, donde los curas decían que era bebida de moriscos por haber sido importada por el sultán otomano Salim 1, y cuando Isabel de Famesio, recién llegada a nuestro país, pidió «un cafelito», casi la queman viva.
Digamos también que es cierto que era el clero quien tenían casi el monopolio del cacao, por lo que era comprensible que defendiesen su negocio; máxime cuando sus colegas suizos habían descubierto la fórmula para solidificar el chocolate refinado y fabricar con él, miles de golosinas y bombones con que negociar y llenar de caries a los nobles glotones.
Pero no resulta menos curioso que estos dos productos, tan diferentes entre sí, incluso cargados de no poco contenido mágico ambos, lo que debería haber bastado para su rechazo por la Santa Inquisición. Sin embargo, fuesen los dos únicos que fueron promovidos y potenciados por los poderes fácticos a la sazón.
También resulta curioso que ambos vegetales no podían ser cultivados en nuestro suelo, por lo que al tener que ser importados de ultramar, permitían el absoluto control de las autoridades fiscales y su posterior utilización en régimen monopolista (recuérdese la prohibición de plantar tabaco en la península y la exclusiva de su manipulación para la fábrica de Sevilla en 1684).
¿Será posible que entonces toda aquella parafernalia jurídica, que dictaminaba que producto era digno o no de reproducirse en suelo cristiano, obedeciese exclusivamente a los intereses económicos de los sectores gobernantes, en detrimento de un pueblo que agonizaba de hambre sin saber que existían productos como las patatas o el maíz, que podrían haber consolado tanta miseria?
Hay un refrán popular que dice ~,la historia los juzgará». Pues bien, estamos en el Quinto Centenario y nosotros somos ya los jueces que debemos analizar los hechos sin tapujos; a lo mejor, son menos malos de lo que pensamos.

La patata, cuatro siglos de historia 

De las conquistas de Pizarro a la tortilla española, pasando por la Desamortización.

Corría el mes de septiembre de 1531, principios de la primavera austral, cuando un bastardo y analfabeto extremeño, nacido en Trujillo para más señas, decidió lanzarse a la conquista de lo que por aquel entonces se conocía como «El sur de Panamá".

No era la primera correría que hacía y puesto que ya había cumplido los cincuenta y tres años llevaba casi treinta viviendo en las indias, sabía que su empresa era la más arriesgada pero también la que más fortuna le podía reportar. Aquel enjuto y pendenciero espadachín llamado Francisco Pizarro cruzó los Andes, secuestró al indio Atahualpa, asesinó a su hermano Huascar, entronizó como emperador al traidor Manco Capac y obtuvo cantidades espeluznantes de oro; en resumen, colonizó Perú.
Pero lo más importante no fue eso, lo más destacado de su hazaña fue el descubrimiento de la patata.
Pizarro vio cómo aquellos pobres indios que vivían en condiciones climáticas extremas, sobrevivían engullendo unos pequeños tubérculos que sembraban entre las hendiduras de las rocas, en pequeñas mesetas que ofrecían las heladas cordilleras y en los lugares más insospechados e inaccesibles.
Poco tiempo después su cultivo empezaba a expandirse por el nuevo mundo, México, Antillas, etc., y un tratante de esclavos llamado Hawkins, llegó incluso a traerla a Europa, pero los irlandeses, católicos como nadie, tenían sus principios y el proyecto cayó en el olvido.
En 1560 los españoles la transportaron de nuevo al viejo continente y fe experimentada con gran éxito en los ya anteriormente comentados «Huertos Botánicos>,. Poco tiempo después, medio Sevilla tenia macetas de patatas adornando sus portales y fachadas, claro está, que de ahí a comerlas había un abismo. Sin embargo debieron alertar a los hombres de ciencia ya que su cultivo experimental se propagó por toda la península. Un documento fechado en 1604 por el entonces cardenal D. jerónimo del Hoyo, narraba en las memorias del Arzobispado de Santiago, cómo años atrás, en 1576, en el monasterio de Herbón (hoy día más conocido como Padrón) «hizo plantar papas al señor Arzobispo don Francisco Blanco,, aunque poco después fuesen despreciadas por «bastas» y no volviesen a plantarse en Galicia hasta mediados del siglo XVIII.
Fueron los italianos los que debido a su pasión por las trufas empezaron a consumirlas y a cultivarlas hacia 1588 llamándolas, tartufoli, algo así como trufillas, pero fue en la famélica Europa central donde empezó realmente su consumo, al principio como planta forrajera nada más, o como un "esnobismo» cortesano, como ocurriera en 1616 en que le fue servida al necio del rey Luis XIII y a su intrigante consejero el cardenal Richelieu; luego, a causa de las terribles hambrunas que asolaban los pueblos después de cada guerrita, empezaron a ser consumidas por los miserables agricultores alemanes.
Como es lógico, los franceses atribuyen su expansión al célebre primer farmacéutico de los ejércitos de Napoleón, Antoine Augustín Parmentier, pero esto no es más que otra payasada chauvinista de las muchas a las que nos tienen acostumbrados nuestros queridos vecinos gabachos.
En España la cosa fue más despacio y a pesar de haber sido los primeros importadores y aclimatadores, su cultivo nos llegó de rebote y gracias al eclecticismo de la casa de Borbón que veía cómo sus súbditos se morían de hambre sin que el Clero, propietario de las mejores tierras de cultivo moviese un dedo por paliar tanta miseria.
Tras el Concordato de 1737 empezó realmente la desamortización en toda Europa, menos en España, claro, en que los curas se defendían con uñas y dientes teniendo que repetirse las disposiciones en 1745, 1756 y 1760. En 1763, Carlos 111 tiene que prohibir ya de forma tajante que "las manos muertas adquieran nuevos bienes para evitar que a título de una piedad mal entendida se vaya acabando el patrimonio de los legos» y son los políticos ilustrados, Campomanes y Jovellanos los que con sus obras «Tratado de la regalía de amortización" e «Informe en el expediente de la ley agraria" respectivamente, preparan el camino para que, medio siglo después, Mendizábal ejecutase a rajatabla las medidas tomadas en 1820 sobre la venta de fincas rústicas y supresión de órdenes religiosas, y con ella la liberalización del cultivo en gran parte de las tierras españolas.
Pero antes de este gran paso, tras la crisis cerealera de 1769 y la terrible plaga que diezmó su población activa, Galicia se moría de hambre y a pesar de opiniones como la recogida en un documento eclesiástico fechado en 1771 en la «Marina» lucense que decía: «... no tienen estimación, ni personas de conveniencia las gastaron para su alimento sino para la ceba de puercos», los pobre agricultores gallegos, influidos por las costumbres que traían los marinos ingleses hasta sus costas, trabajaron arduamente para que dos siglos después, nuestro querido y buen amigo José Luís, pudiese cosechar una ingente fortuna al inventar la mundialmente conocida: TORTILLA ESPAÑOLA.

El Tomate 

¡Como la grana! vociferaban antaño los fruteros que venían a vender por las calles de Madrid los tomates de las huertas murcianas.

Desgraciadamente el glamour de la compra, o mejor dicho, el de la venta, ya se ha perdido y hay que ir a Sudamérica o al Mogreb para volver a sentir la magia de los mercados.
Eran aromáticos, jugosos y con una gama de sabores que pasaba del ácido al dulce sin saber porque extraño arte.
Pero aquí no estamos para rememorar tiempos pasados, de modo que vamos pues a adentrarnos en la historia y dar algunos datos sobre las peripecias de este fruto llegado hace cinco siglos desde el continente hermano.
Según todas enciclopedias y libros de consulta, esta hortaliza procede de México y no se empezó a consumir en Europa hasta principios del siglo XIX, alcanzando el rango de alimento común a mediados de aquel siglo, cuando los yanquis, que la habían rechazado por temor a su toxicidad por ser una solanacea, comprobaron su error e inventaron esa porquería llamada catsup.
Sin embargo la historia real difiere bastante de lo que acabamos de contar.
En sus primeros viajes, seguramente atraído por la espectacularidad de sus colores, Colón ya trajo el tomate a España, lo que demuestra que esta planta no era exclusiva del pueblo azteca sino común en todo el Caribe.
Años después, en noviembre de 1519, el cronista y soldado de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, describiendo el ágape con que les obsequió el emperador Moctezuma a su llegada a la capital, hace referencia a la bermeja baya como uno de los manjares más atrayentes y que por lo tanto con toda seguridad debió ser aprovechada por alguno de los pocos invasores que no solamente pensase en el oro.
Referencia más concreta de su cultivo en el viejo continente la tenemos a través del médico sevillano Nicolás Monardes, uno de esos maravillosos personajes reales a los que el sin par escritor, gastrónomo, historiador y sobre todo caballero y amigo, Néstor Luján, da vida en su exquisita obra "La Puerta del oro".
Este doctor en ciancias y autor del curioso libro "La historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras islas occidentales", nos narra como él y sus amigos Simón de Tovar y Gonzalo Argote de Molina, cultivaban en sus respectivos huertos botánicos, hermosas tomateras, aunque nadie se atreviese a probar sus brillantes bayas a pesar de las noticias llegadas de ultramar que aseguraban que los aztecas las consumían de diversas formas.
Hasta aquí podría ser cierto que el tomate pasase sin pena ni gloria a imagen y semejanza de la patata, y que su cultivo ornamental dio paso a su ignorancia durante la época negra de la Inquisición española, hasta que después nos retornase con la dinastía borbónica y procedente de la próxima Italia donde se le conocía como Fruta de oro (pomodoro), por haber llegado allí alguna de las variedades menos lucidas de esta planta.
Sin embargo, una cosa que me extrañó fue la aceptación universal del vocablo tomate, procedente del azteca "tomatl", y cuyo uso es reconocido internacionalmente sin apenas variaciones ya que hasta los franceses a los que les gusta siempre llevar la voz cantante, a pesar de haberle rebautizado con esa cursilada de "pomme d'amour", durante la revolución en que se convirtió en uno de los emblemas de los "sans-culotte", se llamó (fonéticamente) "tomat", que viene a ser casi lo mismo que tomate.
La explicación quizá se encuentre en unos versos del "Amor médico" de Tirso de Molina, en que allá por los primeros años del siglo X-VII, en plena Inquisición, decía: «¡Oh ensaladas de tomates de coloradas mejillas, dulces y a un tiempo picantes!» o en los de su coetánea sor Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega para más señas, que narraba en su coloquio «La muerte del apetito" :
Alguna cosa fiambre quisiera y una ensalada
de tomates y pepinos
cuantas especies de vinos...
¿Qué conclusión podemos sacar de estas líneas?
Pues yo diría, que con toda certeza, y a excepción de las provincias más septentrionales no llegó hasta finales del XIX o bien entrado el XX como Asturias o Galicia, el tomate se consumió en España de forma habitual desde los albores del siglo XVII y que si no tomó el protagonismo gastronómico que se merece, fue debido a nuestra eterna actitud de despecho hacía todo aquello que obtenemos sin sacrificio.
Muestra palpable de ello son las ideas que D. Ángel Muro expresa en su libro de cocina, El practicón, allá por 1894: "Los tomates se comen crudos con o sin sal, y en nuestro país, sobrio por demás, forman con el pan el desayuno del trabajador y el tente en pie del pobre, porque un tomate en su época no tiene ningún valor, pues vale el kilo lo que un sello del interior."
Hoy nos sirve de base para platos tan españolísimos como el gazpacho o la salsa española, aunque haya detractores como mi amigo Juan Carlos Alonso, quien llegó a decir que debería prohibirse su entrada en toda cocina decente.
Sobre gustos no hay nada escrito, pero gracias a Dios y a Colón yo grito desde mi escritorio: ¡Como la grana!

PD Este es el texto tal cual se publicó en el número de Julio 1992. No he querido retocarlo para conservar su autenticidad, aunque mi forma de escribir haya cambiado substancialmente. El motivo de tanto purismo es que este artículo provocó una polémica que llegó hasta a ser agria por algún historiador (el Dr. Martínez Llopis se lo tomó como ofensa). Desde entonces se han publicado trabajos muy interesantes que incluso afirman que el tomate es originario de Perú.

Maíz, del exotismo a la necesidad 

No sé a ciencia cierta, cual de los dos será el responsable, si las palomitas o los "Corn Flakes», pero sin duda el maíz es el producto que todo el mundo identifica con América.

Así como otros alimentos de los que hemos hablado ya en esta sección, ofrecen cierta confusión a los consumidores y quizá hasta para no pocos habrá supuesto una decepción el saber que los españolísimos platos del gazpacho, la tortilla de patata o la salsa española, tienen su origen en el nuevo mundo, el maíz se considera que es algo inminentemente yanqui.
Sin embargo la cosa no es tan sencilla y además de haberse empezado a consumir en U.S.A. a través de los colonos europeos y no de forma autóctona, voy a hacer hincapié en la trascendental repercusión que produjo la hermosa gramínea en nuestro país y sobre todo en las regiones norteñas de Galicia y Asturias, donde llegó a crear auténticos períodos de revolución social.
Para todo buen asturiano, el maíz lo trajo en 1604 a Europa D. Gonzalo Cancio y Méndez Casariego, más conocido por Méndez de Cancio y para algunos confundido con el marqués de Casariego, con quien nada tuvo que ver puesto que este título fue creado tres siglos después de haber fallecido este señor.
En su casa, el palacio de Cancio, en el asturiano concejo de Tapia de Casariego, se conserva aún intacta el arca de cedro donde vino el primer maíz de las Indias.
Estudios recientes cuestionan la veracidad de : este tema al afirmar que ya a mediados del siglo WI hubo estudios de aclimatación del dorado cereal en los huertos botánicos de Sevilla y que fue a través de Portugal por donde se extendió su cultivo en huertos como un complemento más.
Sobre lo que no hay confusión es que fueron las crisis cerealeras y las hambrunas postbélicas las que promovieron su consumo masivo en los distintos países, llegando a convertirse de la noche a la mañana un elemento vital para grandes colectivos sociales.
Recientes investigaciones y hallazgos arqueológicos en la región de Tehucan, México, demuestran que su cultivo y consumo humano tienen más de 7.000 años de antigüedad pero lo que también se sabe, es que del maíz originario que crecía de forma silvestre en Centroamérica (hierba teosinte o Zea mexicana), hasta : las variedades que hoy día se conocen, ha habido una evolución cualitativa que apenas si reconoceríamos como maíz aquellas plantas enanas y robustas que llegaron del Nuevo Mundo.
En España los primeros elogios o reconocimientos que se le hicieron, fueron los escritos por Sarmiento en su Glosario cuando decía: ~
Sin embargo en las zonas donde más se abuso de su consumo, Asturias y Galicia, el maíz pasó su macabra factura: todos pensaron que era la panacea, pero el consumo masivo de un producto carente de vitaminas como es el maíz en substitución de otros como las castañas, provocó el terrible mal de la rosa o pelagra, que diezmó la población allá por mediados del x-III
Miles de muertos convirtieron el americano manjar en algo diabólico y su cultivo fue proscrito en muchas regiones, en otras quedó como planta forrajera y en pequeños reductos como el Oriente asturiano su consumo se mantuvo hasta nuestros días.
Esta zona cántabra presenta además una curiosa característica ya que el modo de cocinar los derivados de su grano bajo forma de boronas, de tortas o de pantruques, no se parece en nada a los del otro lado del Atlántico a pesar de las grandes influencias que ejerció la cultura de los indianos en este pequeño reducto.
El país padre de la cocina del maíz es sin duda México y dentro de México la región de :: cuando no sea bajo forma de Oaxaca en la que tan solo para prepararlas famosas tortillas hay más de una veintena de formas: chilaquiles, quesadillas, memelas, tostadas, totopos, metate, tacos, molotes, tayudas, blanditas, serranas, chinantecas, lampima, mixtecas, correosas, huaves, enchiladas, entomatadas, enmoladas, etc.
En otro gran plato de maíz son los tamales, comunes a todos los países centroamericanos y limítrofes, cuya personalidad y sapidez rivaliza con los más deliciosos platos del resto del mundo.
En el prólogo de la obra de Enrique Forescano, Bibliografía del Maíz, vemos una descripción del país hermano del historiador Luís Chávez Orozco que decía: "la historia de México transcurre teniendo como telón de fondo el palmoteo de las tortilleras ... », gráfica frase que nos muestra la vital importancia de este producto mediante un correcto consumo y una adecuada manipulación.
Para terminar les diré la verdad de todo, mi confesión final: soy maizómano, un despreciable adicto al maíz aunque eso sí, siempre y cuando no sea bajo forma de “Corn Flakes”, o de, palomitas.

Sorpresa: Lo que nosotros llevamos.  

Para nuestros queridos vecinos gabachos e ingleses (la mar mediante), los españoles arrasaron América de tesoros y a cambio les llevaron tan sólo la gripe, el sarampión y la sífilis; pero esto es falso, porque a diferencia de los colonizadores sajones, los españoles se integraron desde el principio en las tierras conquistadas no como invasores, sino como pobladores que llevaban un mensaje del emperador y una misión evangelizadora del Papa y de ese modo se asentaron con una idea de continuidad, como de su propio país se tratase.

Recordemos que España estaba prácticamente en periodo de formación y que de hecho dentro de la propia península había reinos con étnias tan distintas que el aportar otro mestizaje a la sangre de una familia noble o burguesa, no tenía mayor trascendencia, siempre y cuando este nuevo miembro profesase la religión católica con fervor... y con limosna.
De este modo los primeros colonizadores llevaron a América aquellos productos que consideraban como sustento habitual, para aclimatarlos aquellas fértiles tierras y así poder llevar una vida lo más semejante a la que ellos consideraban civilizada en sus regiones de origen.
Frutas como los albaricoques, algarrobas, almendras,
avellanas, ciruelas, dátiles, higos, granadas, limones, manzanas, melocotónes, membrillos, moras, naranjos, nueces , peras, plátanos (y no al revés, como afirman algunos historiadores ingleses), pomelos y por supuesto, las uvas, empezaron a ser cultivadas junto a verduras y legumbres como los ajos, apios, cebollas, berenjenas, coles, espárragos, garbanzos, lechugas, lentejas, repollos, zanahorias, o el propio arroz, que se hizo básico para el sustento de los nativos. Incluso las especias que tanto buscaba Colón, al final las llevaron los españoles allí: azafrán, cilantro, jengibre, orégano y perejil. Pero los productos más importantes, comercialmente hablando, fueron los plátanos y la caña de azúcar, cuyo éxito hizo que muchas personas, algunas malintencionadamente, al estar estos productos tan vinculados a América, piensen que son originarios de aquellas tierras.
Otra cuestión es la de las uvas, origen indudable del vino y de ese modo fruta sagrada de los cristianos ya que sin ella no se podía oficiar la santa misa, motivo por el que su cultivo y comercio quedaron monopolizados por la Iglesia para la salvaguarda de las almas de los creyentes moradores de aquellas tierras y por supuesto sin ningún afán de lucro…
Sin embargo, el plátano y la caña fueron revulsivos sociales que cambiaron la vida de los nativos ya que su cultivo fue tan triunfal y los beneficios de sus cultivadores tan espeluznantes, que pronto las zonas donde se inició su producción, se transformaron en latifundios acondicionados exclusivamente para ese único uso, esclavizando al principio a los pueblos oriundos y llevando después negros de África que daban mejor rendimiento.
El plátano es una fruta discutida ya que algunos ingleses se atribuyen su descubrimiento en las islas de la Polinesia dónde crecía espontáneamente, lo cual es una solemne estupidez ya que el propio Plinio describía su hallazgo en Asia durante las campañas de Alejandro el Grande.
Es curioso sin embargo que en las culturas hebrea y egipcia no aparezca tan importante alimento, lo que hace pensar que desde su origen hindú o chino, su cultivo no se expandiese hacia Europa hasta los albores de nuestra era, sin duda debido a la dificultad de su explotación.
El obispo español Tomás de Berlanga fue el primero en llevar el dorado fruto a Santo Domingo en 1516, no sin que antes se aprovechasen las escalas en las islas Canarias, españolas a la sazón,, donde encontraron un nivel de aclimatación óptimo que se ha conservado hasta nuestros días siendo una de las principales fuentes de riqueza de la región.
Pero debemos recordar que aquellos plátanos que describía Plinio, se consumían más como una hortaliza que como una fruta, lo que explica que en el Caribe y en toda América, haya gran variedad de especies de plátanos que van desde los enanos que usan en Cuba para hacer los «tostones» (que más recuerdan a una patata asada que a una fruta) hasta los gigantes y dulces llamados "maduros» que se utilizan para multitud de almibaradas recetas.
La historia de la caña es bastante más sórdida ya que el altísimo precio que tenia el azúcar en Europa (si es que se le puede llamar así ya que se trataba de un engrudo sin refinar ni cristalizar), y la rápida aclimatación y desarrollo espectacular que en aquellas tierras húmedas y templadas sucedieron a las primeras pruebas, provocó que colonos ávidos de riqueza, maltratasen a los nativos para que trabajasen en tan inhumano cultivo y cuando vieron que los indios se morían al ser sometidos a la esclavitud, adoptaron las formas de los portugueses que desde el principio habían comprendido que los esclavos africanos eran más productivos y rentables.
Fue llevada en el tercer viaje de Colón (30 de mayo 1498) y plantada por primera vez en Santo Domingo, aunque no de forma intensiva hasta 1520 por un tal Pedro de Atienza, y el primero en elaborar azúcar, fue Miguel de Ballester. Hay trabajos que cambian las fechas: Las raíces de la caña de azúcar fueron llevadas a Cuba desde las Islas Canarias por Cristóbal Colón en su segundo viaje, en diciembre de 1493. Plantadas en las fértiles tierra cubanas, las lluvias, el sol y las magníficas condiciones climáticas pronto hicieron que la planta se enraizara y hacia 1501 surgió el primer cañaveral propiedad de don Pedro de Atienza. Al principio se extraía el guarapo por medios manuales. El Padre Bartolomé de las Casas dice que en 1506 el catalán Miguel Ballester comenzó a extraer el guarapo o “zumo de la caña” por medio una instrumento llamado “cunyaya” o prensa de palanca. El primer trapiche de caballos lo construyó don Gonzalo de Velosa. A estos rudimentarios trapiches también se les llamaba “cachimbos”. (Recuerdos de Cuba. Andrés D. Puello)
Hemos hablado de otras especies como si no tuviesen importancia, sin embargo hoy día las regiones de USA que fueran colonias españolas como California y Florida, tienen en agricultura una de sus principales fuentes de riqueza al ser los primeros productores de espárragos, nueces, almendras y pomelos del mundo.
Haré también mención a una verdura españolísima, la espinaca, que de origen persa, fue traída por los árabes y difundida por un señor llamado Esbanach, cuyo nombre se unió a la riquísima planta hasta el punto de ser reconocida la etimología española en todos los idiomas europeos (en francés: épinard, en italiano: spinacio, en inglés: spinach, en alemás spinat, etc.). Decía que es digna de mención porque habiendo sido introducida en el nuevo mundo por los españoles, ha llegado a convertirse en emblema de la comida americana con su famoso muñeco Popeye.
Algo es algo.

El siguiente capítulo, Mestizaje de dos mundos, perdido por asuntos tan desagradables que prefiero no citar, trataba de otros productos llevados por los españoles a aquellas tierras y que supusieron esa fusión entre culturas que hoy se conoce como Dieta Mediterránea: Trigo, cebada, centeno, café, olivos, cerdo, conejos, gallinas, ovejas, palomas y vacas, además claro está, de las técnicas como la propia agricultura, la fermentación y destilación de alcoholes, la elaboración del pan, etc. Recuerdo una reflexión que decía algo así: “Si la actual cocina española es impensable sin tomates, pimientos, alubias y patatas ¿cómo sobrevivirían hoy los pueblos hispanos sin cerdo, pollo, arroz y café con azúcar y ron? que son la base de su mesa y hasta de su vida”. Incluso en habitos domésticos, porque también llevamos los caballos, gatos y perros.

El último, alimentos sacros, narraba como la Iglesia mantuvo el monopolio de los tres grandes productos, trigo, uvas y aceitunas, basándose en algo que podría asociarse con los Kasher ya que, al intervenir el pan, el vino y el aceite, en los rituales más profundos de la religión como son los sacramentos del bautismo, eucaristía y extremaunción, nadie que no estuviese autorizado debía tocar, sobre todo comerciar, con ellos.

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Escrito por el (actualizado: 23/11/2013)