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Jerez (Sherry), siglo XIX

 

Amo Jerez. Sus fascinantes vinos (a mi entender, los de mejor relación calidad/precio del mundo), sus jacarandas en flor, sus palacios, sus monumentales bodegas, sus tapas, sus terrazas, su ambientillo…

Yo creo que todos los españoles adoramos Jerez, lástima que Jerez no quiera a España.

A pesar de que los mercados europeos se les están cayendo como las hojas en otoño y que su lucha por bajar los precios a extremos grotescos ya está perdida contra los sucedáneos del Sherry, Jerez sigue pensando en Inglaterra y dando la espalda al mercado nacional.

Las estructuras sociales decimonónicas, que tan magistralmente describiera Blasco Ibáñez en su libro La Bodega (hablar de esta obra en la provincia de Cádiz es como hacer caricaturas de Mahoma en Afganistán), se mantienen tan aferradas a las familias del vino (aunque la mayoría estén ya hundidas y vendidas sus propiedades a multinacionales francesas), que su soberbia puede con el raciocinio y, como diría Parish Hilton, “Antes muertos que populares”.

Durante la selección de vinos para el libro de maridajes que estoy escribiendo, contacté con todas las bodegas Jerez y Sanlúcar, más por curiosidad periodística que por interés comercial y, al contrario que en el resto de España, donde la idea fue aceptada con entusiasmo, los señoritos me respondieron que no tenían el menor interés en promocionar el fino y la manzanilla en la mesa. Sí, me han leído ustedes bien. Según ellos, sus vinos son tan famosos, que no necesitan promocionar su consumo en la mesa.

Allá ellos, dirán ustedes, pero yo creo que los vinos de Jerez deberían ser declarados Patrimonio de la Humanidad, especies al borde la extinción, como el lince ibérico, y si algunos memos irresponsables están a punto de aniquilarlos, la UNESCO, la CEE o el Estado español, deberían intervenir del mismo modo que están preservando los humedales de Doñana o los urogallos de Muniellos.

Comer con fino o con manzanilla es una verdadera delicia, de hecho hay no pocos productos, como el jamón ibérico de bellota, que solo armoniza realmente bien con estos vinos de crianza biológica. Sin embargo en España, fuera de la Feria de Abril de Sevilla o de algunos bares de ambiente andaluz, apenas nadie piensa en pedir una botella de manzanilla para acompañar una ventrisca de atún o incluso una fritura de pescado.

Hasta en la cocina se ha olvidado esa botella de fino que antaño estaba tan omnipresente como la sal y la pimienta. Hoy se usan unas pócimas rancias llamadas “Vinos de cocina” que, para más recochineo, cuestan más que una botella de buen Jerez o Moriles (yo compro un fino de marca blanca a 3€).

- Estamos vendiendo vino en Alemania raspando el umbral del precio de costo y tenemos que competir con bodegas que van aún más bajo que nosotros, o sea, que están palmando pasta. – me decía el director comercial de una conocida bodega jerezana – y en Inglaterra, Suecia y Benelux, otro tanto de lo mismo. Yo he planteado en varias ocasiones cambiar la política de la bodega y apostar por el mercado nacional, pero no quieren ni oír hablar de esa alternativa. No me lo explico, pero ya no voy a insistir porque me puede costar el puesto, aunque a este paso no creo que duremos mucho y lo peor es que la mayoría de las bodegas están por el estilo. El día menos pensado haremos como Barbadillo, fabricar un blanquito de mesa para señoras, como el Castillo de San Diego o peor aún, un espumoso tipo Caney. Es para echarse llorar.

Pues sí, o algo peor…

Escrito por el (actualizado: 07/03/2015)